Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

viernes, 21 de marzo de 2014

SUÁREZ...




Más allá de las babas vertidas con solemne acento, y las lágrimas de cocodrilo que aumentan el caudal de los mares y ríos de España, la muerte anunciada de Adolfo Suárez es esgrimida, de derecha a izquierda, con la solemnidad que requiere uno de los fundadores del actual sistema pútrido de Estado, coronada herencia del dictador, muerto no del todo en el lecho. 
La evocación de unos y otros es más bien especulativa, porqué, antes del alzheimer que lo arrancó de la vida pública, Suárez, ex jefe del Movimiento Nacional, era un cadáver político.
Su condición se remonta a la renuncia dramática al gobierno, tras el 11F. Roma no paga traidores, aunque sepa utilizarlos a fondo, si bien no fue él solo un urdidor de la Transición, o pacto refundador del neofranquismo. Los cómplices eran varios, pero el timón del barco lo empuñó el susodicho bajo la atenta navaja de Juan Carlos I, al fin descargada sobre su espalda. Ya no era necesario para perpetuar en invento de la Monarquía constitucional. Se requerían otros demagogos más jóvenes y algo menos emponzoñados.
Pero la implacable navaja real contó con intrigantes que guiaron el ajusticiamiento. 
Toda corte los cobija en sus despóticas entrañas y, fieles a sus menesteres, ofrecieron el recambio desde las filas socialistas, repartiendo tareas con los nacionalistas autonómicos de Catalunya, el País Vasco, y Galicia (faena de la que se encargarían Manuel Fraga Iribarne y su afán de gloria). Ante el olor a chamusquina que desprendía el PSOE desde el poder, Suárez intentó retornar, fundando el Centro Democrático y Social, disputándoselo. Fue tarea vana de escasos votos. Luego, el héroe confeccionado a medida de la Trancisión, eligió el olvido, hasta el extremo de respaldarlo esa cruel desmemoria de malas enzimas cerebrales que van minando el pasado. Casualidad y causalidad se unen en un solitario haz, que remite a lo público, aquello que en privado se resiste recordar. 
Hoy todos los sectores rinden homenaje al olvidado que se olvidó de sí mismo. La derecha, por sus servicios prestados a la corrupción de barra libre que prolongó "democráticamente" el Estado Franquista, vistiéndolo como una meretriz de luxe. La izquierda local, oponiendo su figura de héroe light, a la tan realista de Rajoy. 
Una cosa no quita la otra. El primero preparó el terreno para que, cualquier crisis económica de magnitud desnudara lo que a hurtadilas cocinaron la Transición y los Pactos de la Moncloa, de cara a la actual deriva presente. 
Todo se acometió salvajemente durante treinta y siete años de política clientelar, compartida por unos y otros. Ni más ni menos que esto mismo: un país sometido a los dictados de una potencia extranjera y sus aliados financieros, mientras las pasadas migajas de bienestar social sucumben a la voracidad de los burgueses globalizados y sus lacayos vernáculos. 
Los españoles, tras una terrible derrota histórica y su larga noche de indefensión y despotismo, aceptaron votar en puntuales calendarios delegando responsabilidades políticas. Se las negaron fuerzas oligárquicas durante cuarenta largos años. Su gravosa estela es la que hoy pervive, corregida y aumentada por la ficción democrática, no exenta de la anemia cultural que la sirvió en bandeja. 
Adolfo Suárez fue uno de sus artífices. Derramar una lágrima por él será maltratar el lagrimal. Lloremos señores, por las víctimas constantes de este presente canalla, combatiendo a quienes lo procuraron desde altas instancias y ocultos poderes. Que lloren mientras tanto bajo su exclusiva responsabilidad, la derecha y la izquierda, tan agradecidas por el desastre que viven hoy millones de familias en España. A las que educaron para obedecer en la desmemoria de un mundo feliz y contento, que hoy mismo se queda en nada.

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