Jamás
pude ni podré jactarme de ser un pacífico y afable ciudadano, que nació
y murió en un mismo pueblo o ciudad, ganándose los garbanzos en un par o
tres de sitios, frecuentando a la parentela y los mismos vecinos, para
luego jugarme el tiempo y las canas al mus de la jubilación en el club
del barrio; o dando de comer a las palomas en algún parque público.
Todo eso estará bien para otros. Desde temprano, mi vida, solo o
acompañado, siguió otros derroteros en cualquier parte. Viajando de
continuo, peleando azares, perdiendo y ganando batallas. Antes, desde
los quilómetros de llanos y montañas o la vera del mar, y las millas
oceánicas, bajo cielos variopintos, entre gentes diversas que desfilaron
por mis vecindades y entre las ajenas que desfilé, para internarme
luego, por destino e imperiosas circunstancias, en algún horizonte,
distante y lejano.
Ya cruzado el Ecuador que marca la cierta edad, irrumpe con inusitado vigor, relegando viejas tradiciones, la afición continuada de volcar en sus renglones y calendarios, negro sobre blanco, el zumo de la experiencia y la reflexión. Realizada sin dejar de volar jamás con los pies en la tierra, por efecto combinado de las leyes de gravedad, la pasión, y esa sed de vida consciente que, vaya a saber uno porqué, gobierna el comportamiento de algunos seres humanos. El mío, por ejemplo...
Ya cruzado el Ecuador que marca la cierta edad, irrumpe con inusitado vigor, relegando viejas tradiciones, la afición continuada de volcar en sus renglones y calendarios, negro sobre blanco, el zumo de la experiencia y la reflexión. Realizada sin dejar de volar jamás con los pies en la tierra, por efecto combinado de las leyes de gravedad, la pasión, y esa sed de vida consciente que, vaya a saber uno porqué, gobierna el comportamiento de algunos seres humanos. El mío, por ejemplo...
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