En la impresión que pervive del Che, señalamos su falta de arrugas. Al factor se suma una fotogenia envidiable. No sólo la instantánea captada por Alberto Korda en el funeral de las víctimas gubernamentales que sucedieron a la fallida invasión de la Bahía de Cochinos, recoge la ausencia de arrugas en un rostro que revela misticismo y energía, sino todas las previas y las posteriores.
Incluso las de una muerte, que relatan, fue digna.
La restallante masculinidad del Che, cercana a la madurez que ronda los cuarenta años, acentuó el impacto romántico del combatiente que no se rinde ni se arredra ante los que le han capturado. El final de Ñancahuazú, digno de una opera trágica, congela para siempre esta imagen. Para la que sólo caben retrospectivas menos dramáticas, aunque igualmente atrayentes.
Fumando habanos en ropa de fajina; repasando a Goethe en el catre de campaña de la Sierra Maestra; desnudando una sonrisa de buena dentadura; cargando una carretilla con bolsas de maíz como un brigadista más; jugando Golf o sorbiendo su infaltable mate amargo, será siempre joven y atractivo.
Sin mácula ni arrugas.
En cambio Castro, viejo y canijo, tropezando primero con escalones; saco de huesos envuelto por el último chandal que le conocemos en los últimos tiempos, dista de ser el vigoroso líder captado con una espontánea paloma en el hombro, durante un encendido discurso de los tiempos primeros. De este otro, aventurero triunfal a lo Pirro, sobran los documentos gráficos.
Con ellos avanzan los signos de vejez, parejos a su creciente descrédito.
El poder traza surcos en el rostro, reflejando los otros del alma: ese intangible trasvasado al cuerpo, como si se tratase de un lento beso mortal de huella irreparable.
Empero, será inútil obra del capricho imaginar viejo al Che.
¿Además de eso, quién le estamparía en samarretas, o fabricaría suvenirs con su decrépita efigie?
Con José Antonio Primo de Rivera ocurrió algo parecido, que el franquismo explotó hasta la saciedad sin contar con los modernos medios hoy existentes. El jefe supremo de Falange murió fusilado tras una prisión de meses, a manos de la República.
Empero, las muchas fotos que de él perviven continúan mostrándole joven, fino y luminoso.
Nada en ellas, ni siquiera el sombrío uniforme falangista, revela el amor por la muerte que al fin se lo llevó.
El rasgo común con el Che Guevara era justamente esa atracción por la parca, justificada en apariencia por la desenfrenada entrega a una causa social, patriótica, o las dos cosas.
En el fondo, imperaba el compulsivo afán de cambiar el mundo poniéndolo patas arriba.
Fidel Castro Ruz y Francisco Franco Bahamonde, beneficiarios de sus respectivas mixificaciones -el primero conserva las manos de Guevara, llevadas años después a la Habana por un ex ministro de interior y doble agente (de Cuba y la CIA)-, envejecieron sin remisión aferrados al poder, y en su epicentro se resecaron.
No es chiste. El primer dictador lleva superando al segundo en más de una década, de penoso curso en los últimos meses. El nuestro expiró tras una larga agonía, de sobrevida conectada a potentes drogas y aparatos, que retrasaban en vano el punto final.
En una franja intermedia situamos a la hermosa y encendida Eva Perón. No en vano la opera rock que dio la vuelta al mundo la une a la figura del Che. La muchacha bastarda de humilde origen llegó a lo más alto, tras pasar por un cuartel y enamorar a un coronel, para sucumbir herida por el cáncer en el pináculo del poderío, tras lanzar serias amenazas a los enemigos del peronismo.
La momificación y el largo traqueteo de los despojos por depósitos militares, sótanos y cementerios, no hicieron más que potenciar el mito.
Desde esas alturas continúa superando el prestigio del marido, restaurado unos pocos meses en el poder tras 18 años de exilio, para morir en la decrepitud, rodeado de la siniestra corte que se supo conseguir.
Tampoco el cadáver de este lider populista conserva las manos, aserradas y desaparecidas tras una misteriosa incursión en su mausoleo.
Desde luego, hay instantáneas que reflejan las juventudes de Castro, Franco y Juan Perón.
Pero no están en las jovenes camisolas ni en los pins que muchos prenden a la cazadora, el chaquetón o la boina.
A José Antonio lo condena la pertenencia a una época y sus símbolos posteriores; hoy caducados. A Evita, parcialmente absuelta de pecados aunque pasada de moda fuera del extrarradio argentino, no se le destinan más operas rock.
Es la figura del Che la que a pesar de los pesares habidos y por haber, conserva intacta su vigor.
No es exactamente el símbolo de antaño; aunque su maleable funcionalidad le autorice una polivalencia universal de uso envidiable, y quizá irrepetible.
Sin esas arrugas deformantes, que nos van arrimando, surco a surco, hasta la muerte
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