La señora Esperanza Aguirre compara la pasiva actitud del testigo argentino que presenció, sin reaccionar, la agresión de la chavala ecuatoriana en el vagón de tren, con los que permanecieron mansos ante el desarrollo nazi en la Alemania de Weimar.
Ella, muy activa tironeando el Manto Real de Juan Carlos I, en demanda de "humanidad" para el xenófobo de la COPE (me refiero al matinal, en concreto), se permite criticar a un joven argentino (y homosexual) residente en Catalunya.
El que, convengamos, podría haberse metido en un lío mayor, de terciar.
Del agresor, ducho en practicar la xenofobia de género en los vagones ferroviarios (según consta en otra denuncia, realizada horas atrás en el programa de Señiz e Izaguirre) ya me he referido en previos artículos.
Tampoco abundaré en la cuestión del valor y el coraje (o su ausencia) en la actitud del inmigrante hacia la víctima del predador. Me interesa más evaluar la desvergüenza de Aguirre, cabeza de Gobierno de una importante comunidad y destacada amazona mayor del PP (concretamente posicionada en su ala derecha).
Acusar a un chaval argentino de cobardía ante nuestros nazis comporta una temeridad rayana, justamente, en la xenofobia que de la boca para afuera se insiste en combatir.
Aunque resida entre nosotros y tenga papeles, un inmigrante será más vulnerable que cualquiera de nosotros ante el incidente mayúsculo.
Viene a ser, pese a lo que acrediten los papeles, un ciudadano de segunda clase.
Lo sabemos todos. Y el que Aguirre acusa también. Pero ella, súbitamente antinazi de pro amparada en la arrogancia, parece no darse por enterada.
A la hora de comparar la tolerancia ajena con una agresión xenófoba (y de género), debiera fustigar con vara de igual rigor a algunos ejemplares de su patio trasero.
Y de paso, diferenciarse claramente de la actitud que habilitan peligrosos compadres nostalgiosos del franquismo (Mayor Oreja, Jiménez Losantos), con los que fraterniza, o a los que intenta proteger, de iras reales y Reales iras.