Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

domingo, 7 de octubre de 2007

EL CHE

Periódicos, televisiones, radioemisoras e Internet nos bombardean con imágenes del Che Guevara sobre el 40ª aniversario de su muerte.

Lo que, a pesar del descrédito de Cuba y las ideas revolucionarias -tras el colapso de la URSS y las llamadas Democracias Populares del Este Europeo- conserva la leyenda de este apasionado aventurero de izquierdas, es en gran medida su asesinato a manos de esbirros dictatoriales asesorados por la CIA en la selva boliviana; tras su evidente distanciamiento de Castro.

La opinión pública europea permanece dividida al respecto. Los intelectuales argumentan su descrédito o le ensalzan.

Los motivos parecen claros. Para el primer sector, Ernesto Guevara de la Serna fue un matarife al que se deben fusilamientos masivos en los comienzos de la Revolución. Señalan, asimismo, su pésima gestión en carteras importantes al frente del Gobierno Cubano; el haber encabezado el sector que promovió el emplazamiento en la isla de los misiles soviéticos, con el consiguiente riesgo de guerra nuclear, y su complicidad absoluta con Castro en la tenaza de su régimen; además de dinamizar masacres como las del Congo e intentar repetirlas en Bolivia.

Aquellos que por el contrario le defienden, argumentan su espontáneo antiburocratismo -que acabaría por unirle a los chinos y distanciarle de la URSS-, y la solidaridad con pueblos del Tercer Mundo enfrentados a la aviesa política del Departamento de Estado.

Las razones de su fatal periplo en la selva boliviana fue una insensatez, propia de aquel delirio idealista que ampara toda clase de tendencias destructivas.

Guevara creyó que los campesinos le apoyarían, como los cubanos a Castro y él en la Sierra Maestra, sin calibrar que buena parte de estos otros eran el punto de apoyo del canallesco general René Barrientos Ortuño, derrocante del desgastado líder del MNR, el ubicuo Víctor Paz Estenssoro.
Tampoco tuvo en cuenta que los héroes de la Revolución del año ´52 -aquella que destruyó espontáneamente y a golpe de cartuchos de dinamita el Ejército de la "Rosca" minera de los oligarcas Hostchild y Aramayo, reemplazándolo por milicias armadas-, eran los mineros y no los campesinos; indígenas proverbialmente atrasados y que luego -gracias a la Reforma Agraria que se vio forzado a realizar entonces Paz Estensoro, aliado táctico del líder minero Juan Lechín Oquendo-, reforzaron sus posiciones conservadoras.

Barrientos asestó el golpe de gracia a aquel proceso nacionalizador y estatizante catorce años después, al frente de un Ejército recompuesto merced a los oficios de Paz, Lechín, y la asistencia de los consejeros militares del Pentágono. El petróleo boliviano y los contratos gubernamentales con la Gulf Oil Company debían sostenerse a sangre y fuego. Y de momento, así fue.

Al escoger aquel Estado sin salida al mar, envuelto en crisis permanente y rodeado de poderosos vecinos armados (en Argentina y Brasil gobernaban dictaduras militares pro norteamericanas) como teatro de operaciones, Guevara firmó su sentencia de muerte. Poco antes había renunciado a la ciudadanía cubana para no perjudicar a su viejo compinche.

Castro, a los abrazos con los popes del Kremlin, vivía entonces de su ayuda económica y era más o menos fiel a los rublos de sus protectores.

La leyenda del Che, utilizada a fondo por el antiguo pistolero estudiantil y el régimen que el susodicho alimentó hasta el último aliento, exalta este fin; semejante al suicidio en su formato inconsciente. No obstante, el mismo incluye el temerario arrojo de este argentino, y su firme decisión de combatir la injusticia social y su amparo imperialista por medios violentos.

En ocasiones los mismos fueron legitimados por crueles dictadores como Batista, o los de la siniestra dinastía Somoza. Sin embargo, una vez triunfantes los presuntos justicieros terminaron erigiendo Estados atrasados, de naturaleza represiva y asfixiante, perpetuando desde los mismos la violencia, antes legitimada, matizándola por la invariable corrupción.

Ya lo decía Octavio Paz.

"Las grandes revoluciones políticas y sociales del siglo XX, convirtieron la utopía en campos de concentración."

El Che no escapa a la tipificación de laborioso albañil en este fatal concierto. No fue el peor por cuestiones de tiempo y circunstancia. En realidad, era un anarquista de esos que, en vez de la bomba empleaba el fusil. La tradición del anarquismo en la Argentina de principios de siglo (me refiero al XX) encontró en este santafecino asmático y de buena planta, el personaje ideal para prolongar la ya remota saga, esparciéndola en territorio cubano.

En vez de señalar en la burguesía al mayor enemigo, la disponía en el segundo escalón, detrás del Imperialismo Noteamericano; fuente según la ideología nacionalista que luego desembocó en un marxismo sui generis, de todos los males que azotaban el Continente, al sur del Río Bravo.

El ejemplo de Perón enfrentando a los EEUU con apoyo obrero, había sido decisivo para su temprano admirador. También las medidas reformistas de Arbenz en el agro.

Ambos fueron derrocados de un año a otro, reforzando en Guevara (también en Castro) una radical conclusión. La única forma de realizar con éxito una revolución era profundizarla sin términos medios y con las armas en la mano.

La esforzada campaña guerrillera en Sierra Maestra coincidió con el deterioro de la dictadura batistana y la lenidad de la administración Eisenhower sobre las perspectivas de recambio que, de hecho, facilitaba el movimiento armado. En consecuencia, su jefe aprovechó la coyuntura y se alzó con el poder, mientras Batista huía y sus fuerzas se desbandaban.

El apoyo popular al llamado Movimiento 26 de Julio, fue masivo e incontrastable. Fidel Castro y Guevara se revelaron grandes agitadores de masas. Enseguida llegaron las expropiaciones, la ruptura con el Imperialismo y la alarmante alianza con la URSS

Hasta el primer tramo de un nacionalismo revolucionario transformado en comunismo supresor de la propiedad privada de los medios de producción en la isla, coincidieron Castro y Guevara. Poco después, las grietas de dos egos que el poder agrandó, cavaron un foso entre el Líder de la Revolución y el segundo de a bordo.

Tras la aventura del Congo, el foso desbordaba pestilencia. La firma del Che, gestor del Banco central Cubano, permaneció en los devaluados billetes con la efigie de José Martí, pero Cuba era demasiado pequeña para los dos y el mango de la sartén pertenecía al héroe autóctono. De manera que el menos capaz de controlar a las masas, sus propios comisarios políticos y la corte revolucionaria de aparatchiks caribeños, debió liar los petates.

En cierto modo la tragedia personal de este peregrino de la violencia revolucionaria se parece a la de Trotski en más de un aspecto.

Ambos fueron números dos de regímenes que otros (Lenin, Castro) lideraron. El radicalismo les condenó al exilio en una forma declarada o encubierta. El de Guevara fue menos evidente. Tampoco Castro era Stalin. El intelecto y la capacidad organizativa del judío ruso (creador del Ejército Rojo) se mostró muy superior. También su criminalidad, probada con los marinos de Kronstadt y la complicidad part time con los crímenes de Lenin, y aún con los de Stalin hasta poco antes de su expulsión.

En cualquier caso, fundaron regímenes que los regurjitaron por atentar contra su consolidación burocrática (la única posible), adoptando el delirio de la Revolución Permanente como fuga de una realidad de la que fueron artífices, y a la que guardaron fidelidad con ciertas variantes.

Lenin optó por morirse. Stalin se quedó para completar su obra. A Trotski le mandó asesinar en su refugio mexicano de Coyoacán su antiguo camarada. Castro también se quedó. Y al asmático Che, le pusieron de patitas en la calle, camino nada menos que a Bolivia.

Un país del Altiplano en el que cuesta respirar, seas o no asmático.

No creo que haya mucho más que decir...








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