Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

sábado, 20 de octubre de 2007

DEBORAH

Con 86 años partió Deborah Kerr. Más conocida como estrella de Hollywood, inició carrera en su país de origen; Gran Bretaña.

Escocesa y pelirroja, esta hija de un militar de rango se inició en la radio y el teatro, franqueando los estudios cinematográficos gracias al director Gabriel Pascal. De ella se prendó poco después otro regisseur, el maduro Michael Powell, a quien con Emeric Pressburguer debe el cine inglés cintas notables. Deborah intervino en dos de ellas : Coronel Blimp y Narciso negro.
Gracias a su desempeño en la última componiendo a una atractiva monja, llamó la atención de la Metro Goldwyn Mayer.
Su debut en la compañía se produjo en Los vendedores, un melodrama sobre el mundo de la publicidad montado para Clark Gable. Luego en otro, servido para Spencer Tracy. En ambos era una suerte de comparsa mayor sin especial lucimiento; salvando el que desprendía su sello característico, marcado por sobriedad y contención dramática.
Mayor lucimiento tuvo Deborah en Las minas del Rey Salomón, un clásico de aventuras bien filmado (por segunda vez) en Technicolor, junto a Stewart Granger; un compatriota muy apuesto que le gustaba montones, pero que entonces era el marido fiel de Jean Simmons.
Amante de Powell unos pocos años, se casó con Tony Bartley en 1945, y aparte de su confesa atracción por Granger, no se le conocieron romances en el extrarradio.
La presencia cinematográfica de la Kerr, muy agradecida en el maquillaje y por la cámara, sirvió luego para emplearla en superproducciones tan caras como El prisionero de Zenda, Julio César o Quo Vadis. En De aquí a la eternidad reveló a fondo sus dotes dramáticas junto a Burt Lancaster.
La escena de la playa y el tórrido clinch amoroso entre la mujer infiel y su amante, bañado por las olas de Pearl Harbor, a punto de ataque por la aviación japonesa, devino clásico en la mitología del romance.
En El rey y yo, Té y simpatía (representada con ella en Broadway con muy buena crítica) y Tú y yo (nueva versión de otro clásico que nos gustó mas que ésta), siguió encantando la pelirroja a los espectadores. Su emparejamiento estelar, iniciado a medias con Gable y Spencer Tracy, se prolongaba en lo más alto con Granger, Robert Taylor, Lancaster, Yul Brynner, Cary Grant o David Niven.
De nuevo monja gracias a John Huston, compartió cartel con Robert Mitchum en Sólo Dios lo sabe y Vidas herrantes.
Para sus compañeros de rodaje era una amiga. Con productores y directores no hubo mayores problemas.
La muchacha escocesa obraba con seriedad en cualquier set, porque así era en la vida.
Madre de dos hijas, en 1959 se divorció, iniciando un breve periodo de soltería.
En esa época llegan su tour de force en Suspense, de Jack Clayton, un fotógrafo extraordinario y meritorio director británico, y La noche de la iguana (otra vez con John Huston).
En 1965 se enamora del escritor Peter Viertel (amigo de John) y se casan. Poco después abandona el cine.
Confesó detestar los desnudos de la nueva era, a pesar de que alcanzó a deleitarnos con uno en cierto filme algo olvidado de Elia Kazán, componiendo a otra esposa infiel (para el caso de Kirk Douglas).
Viertel cuenta que se instalaron con su mujer en Marbella bajo el patrocinio de Luís Miguel Dominguín. Allí residieron, hasta que los primeros síntomas del Mal de Parkinson aconsejaron el translado de la Kerr a Gran Bretaña.
De ella, aparte de imágenes cálidas y de apreciable fuerza dramática, nos queda una calle en un barrio marbellí.
Fue la actriz más veces nominada para un Oscar (en total seis), que recién se llevó a título honorifico cuando ya no era joven ni se ocupaba de ella la prensa.
Su leyenda, comparable en rango a la de Olivia de Havilland o Maureen O´Hara (otra pelirroja sensible y maravillosa), se funde al cine que, en los años cincuenta y el despuntar de los sesenta alcanzó a brindarnos la industria de Hollywood, ya superada la época de los grandes Estudios.
Deborah llegó a integrar su último capítulo; el de las superproducciones a color que competían con la televisión.
Su talento dramático y algunos directores le permitieron sobrevivir a ese momento, coincidente con su madurez artística, y la plenitud de una belleza realzada en matices por el paso del tiempo.
En este campo, el de las películas habidas en una filmografía variada aunque siempre digna, su permanencia supera con holgura el límite que la vida impuso a su tránsito por este mundo.

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