La detención y procesamiento de 23 capitostes de Herri Batasuna revela otro aspecto de la Transición. Si en previo atrículo dijimos que eliminaba la autocrítica, acertamos, en tanto se establezca su gran virtud: la condena universal de la violencia.
El pacto entre los tránsfugas del franquismo -o sus rivales guerracivilistas- y los jóvenes políticos democráticos, evitó la nueva confrontación fratricida, proyectando el acuerdo social y político ante la perspectiva violenta.
Es el rédito positivo del albur.
Pero un sector de la población vasca no aceptó la premisa. La consecuencia es un desdoblamiento de la actitud social y política. Por un lado se acepta el juego democrático eligiendo representantes según prescribe la ley; por otro se la niega desde la esfera oficial, y también de la opositora, erigiendo icono en la figura del Lehendakari, y la radical extensión de la misma por medio de la izquierda abertzale, portadora del doble vínculo entre la dudosa legalidad y la abierta violencia.
El oficioso Juez Garzón actuó en sintonía con la estrategia gubernamental, encarcelando a los jefes batasunos, reunidos ahora tras los barrotes con Otegui.
La respuesta de los partidarios y las colaterales no se hizo esperar. Amenazas y destrozos, poco respaldados en activo, se suceden desde entonces.
Ante la agitación, encadenada a los brotes antimonárquicos de Catalunya y Valencia, queda al desnudo la fragilidad del liderazgo nacional de su mayor víctima: Rodríguez Zapatero. Su estrategia de diálogo con ETA y la tolerancia observada con HB y sus sucedáneos electorales, refrendada por la alianza más orgánica, observada en el Tripartito, con los radicales de ERC, conduce a un callejón sin salida.
Al menos, de aquella salida que el PSOE y él buscaban.
La encuesta electoral que hoy publica "La Vanguardia", señala un sostenido avance del PP, en la reducción ostensible de la distancia que le separa del PSOE, de cara a las próximas generales.
Exceptuando Euskadi y Catalunya, el resto del mapa demanda firmeza y coherencia a la unidad nacional. El respaldo popular a la Monarquía Constitucional continúa siendo mayoritario.
Las grandes decisiones que afectan futuros regionales y políticas de Estado no soportan la improvisación. El Presidente y su equipo han apostado a esta carta, a falta del rigor que da la formación política.
Los resultados están a la vista.
La única ventaja que acompaña esta recta final de poder, en un partido que aún no se había recompuesto del descalabro interior en el momento del triunfo electoral, es la debilidad que Rajoy y su equipo presentan ante la sociedad civil.
Rodeado por halcones poco inclinados al centrismo, el previsible candidato tampoco proyecta la imagen de firmeza y flexibilidad que exigen unos votantes acostumbrados a la moderación.
La misma que José María Aznar desarrolló cuando no acreditaba mayoría absoluta; y que Alberto Ruíz Gallardón simboliza, sin perspectivas más o menos inmediatas de realización.
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