Los
que lamentan el descrédito de los políticos profesionales ante los
ciudadanos, no calibran desde la protesta y el creciente intercambio de
juicios críticos y movilizaciones, el avance participativo de la
sociedad civil, antes subordinada a las decisiones de la sociedad
política.
Con toda su tragedia inherente, esta etapa va cerrando un pasado donde se delegaban tradicionalmente funciones y poderes.
En los grandes partidos nacionales (El PP y el PSOE) y locales (me
refiero, sobre todo a CiU y el PNV) nadie parece entender esta
significante mutación. Por eso, sobre todo en el Gobierno, se intenta
desesperadamente la vuelta imaginaria al pasado inmediato. Lo mismo
sucede en la oposición global y en una institución como la Corona. O en
el nacionalismo catalán, pisando el acelerador de la independencia, que
viene a constituir la fuga hacia adelante, destinada a retomar el
control de fugitivos votantes.
Ante las catastróficas revelaciones del
llamado Caso Bárcenas y las grotescas reacciones del PP, complementadas
por el silencio o las pocas frases arrogantes de Rajoy, nos enfrentamos a
un patético desajuste.
Ellos no aceptan las claras mutaciones al
alza de la base social, que afectan incluso a buena parte de sus
permanentes votantes.
Lo mismo sucede con la ejecutiva socialista y
su jefe actual. La impotencia de los mandones de ayer, ejecutores
activos y pasivos de crueles medidas que afectan hoy la economía y la
sociedad, carece aún de una respuesta vigorosa y centralizada en un
Frente Social, con cabezas visibles.
Pero es un hecho que ni la
cacareada mayoría absoluta, o la tibia oposición a medidas objetivamente
criminales que esparcen sine die el paro y la miseria en el territorio,
valen para retrotraer al manso sufragio, y la delegación de plenas
responsabilidades a la vieja y corrompida clase política, a un ayer
muerto.
Y progresivamente enterrado en muchas conciencias.
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