La
publicidad no puede inventar un gran escritor. Organizará una criatura
frankesteniana que venda. El apaño de marketing puede surtir efecto si
el mercado que se busca espera esos mensajes. En Argentina, por ejemplo,
nadie vendió más libros durante veinte años que Gustavo Martínez
Zuviría, bajo el pseudónimo de Hugo Wast. Era un antisemita de extrema
derecha muy influyente, adscrito a
valores tradicionales, llegando a dirigir varios calendarios la
Biblioteca Nacional. Hoy nadie recuerda a Hugo Wast, salvo los críticos
literarios y algunos historiadores, sin que nadie se atreva a rescatar
una prosa mediocre. Grande fue Borges, pero recién alcanzó la
popularidad tras años de trabajo en suplementos de periódicos, con la
promoción internacional que le llegó desde "Sur", por la vía del francés
Roger Caillois, uno de los amantes de Victoria Ocampo y devoto de sus
escritores criollos.
Durante mi retorno a España y a lo largo de tres décadas, he observado unos cuantos sucesos editoriales. Algunos meritorios, sin duda alguna. Pero la gloria de su porción mayoritaria se ha desvanecido, o avanza en esa dirección. Cito a Terenci Moix, Almudena Grandes, Rosa Montero, Ruiz Zafón, Javier Cercas o Pérez Reverte, entre otros. A Javier Marías, de renglones tan emocionantes como el agua de Vichy, le auguro el olvido masivo a mediano plazo. Él y otros son como las mariposas, de vida breve y vaga estela, por más colores que desplieguen. La liviandad de los escritores/mariposa, coincide con las mutaciones de su público. No llegan quedándose para siempre, porque no incorporan esa magia brillante de la originalidad y el cierto testimonio digital que los haría eternos en la memoria de generaciones. Esa es una condición universal que impone la convertibilidad perenne del talento. Y eso no hay publicidad que lo fabrique. Lo hacen la vida y la entrega personal, rompedora en todos los casos y, aunque no lo parezca (cito a Proust, Borges y Puig) apasionada. Es la que proyecta testimonios y vivencias singulares, que inspirarán a las generaciones, presentes y futuras, de gentes que escriban, o sepan leer.
Durante mi retorno a España y a lo largo de tres décadas, he observado unos cuantos sucesos editoriales. Algunos meritorios, sin duda alguna. Pero la gloria de su porción mayoritaria se ha desvanecido, o avanza en esa dirección. Cito a Terenci Moix, Almudena Grandes, Rosa Montero, Ruiz Zafón, Javier Cercas o Pérez Reverte, entre otros. A Javier Marías, de renglones tan emocionantes como el agua de Vichy, le auguro el olvido masivo a mediano plazo. Él y otros son como las mariposas, de vida breve y vaga estela, por más colores que desplieguen. La liviandad de los escritores/mariposa, coincide con las mutaciones de su público. No llegan quedándose para siempre, porque no incorporan esa magia brillante de la originalidad y el cierto testimonio digital que los haría eternos en la memoria de generaciones. Esa es una condición universal que impone la convertibilidad perenne del talento. Y eso no hay publicidad que lo fabrique. Lo hacen la vida y la entrega personal, rompedora en todos los casos y, aunque no lo parezca (cito a Proust, Borges y Puig) apasionada. Es la que proyecta testimonios y vivencias singulares, que inspirarán a las generaciones, presentes y futuras, de gentes que escriban, o sepan leer.
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