Recordaba
Borges que, cuando empezó a escribir, uno de sus grandes maestros,
Leopoldo Lugones, muy respetado en su país y allende las fronteras por
los escritores de su época, tardaba dos años en vender en Argentina una
primera edición de 500 ejemplares. A él mismo le toco la suerte de que a
su libro inicial, "La Historia de la Eternidad", le leyeran 37
personas. Era el público que había
conseguido el libro. Años depués, la industria editorial y Borges mismo
alcanzarían otras cotas muy superiores, sin que la calidad fuese el
sello distintivo de un suceso en las librerías. En realidad y salvo
excepciones, las grandes ventas de un autor continúan siendo
proporcionales a la capacidad de sus lectores para interpretar lo que
renglones pedestres ofrecen, al modo de evasión tópica y simplona de la
realidad, o de ficciones meritorias. En lo personal, acumulo varias
muestras al respecto. Me acostumbré a ello durante mi larga estancia en
España (a pesar del pequeño suceso del muro en Facebook), agregando
algunos viajes a Buenos Aires, donde ya nada es lo que fue en materia
cultural, ni desde luego social. En tal sentido, un elemento es
indivisible de la buena salud del otro, y viceversa.
Con frecuencia se descarga sobre medios que emergen con la potencia de la virtualidad y nuevas formas de espectáculo visual, la crisis permanente de la literatura, y su decadencia en los últimos veinticinco años. Empero, una manifestación indirecta y en paralelo de este bajón de ideas lo constituye el cine, repitiendo a menudo la filmación de novelas de antigua data irrespetuosas del texto original con alarmante frecuencia), sumándoles algún maquillaje espectacular, propio de impresionantes avances tecnológicos, que poco incorporan a la narrativa en materia emocional. El reemplazo del creativo pulso humano por ese dudoso avance en la animación, señala un claro retroceso en tal sentido, por ahora remitido a esa esfera.
Pero, volviendo a nuestro campus literario, y revisándose los inicios o largos períodos de oscuridad, sujetos a vicisitudes económicas de grandes escritores, como Joseph Conrad, para situarnos en el mero ejemplo de una gran pluma y su azaroso contexto temporal, nada ha de asombrarnos.
Otros fueron más afortunados, aunque ello no cambia las variables generales que atraviesan en la Historia cualquier disciplina artística y sus magnos actores.
La alienante molicie de las sociedades modernas y sus códigos no estimulan ahondar el pensamiento, facilitando la creatividad. Tan necesaria en todas las áreas de la producción y reproduccción de la vida humana.
Con frecuencia se descarga sobre medios que emergen con la potencia de la virtualidad y nuevas formas de espectáculo visual, la crisis permanente de la literatura, y su decadencia en los últimos veinticinco años. Empero, una manifestación indirecta y en paralelo de este bajón de ideas lo constituye el cine, repitiendo a menudo la filmación de novelas de antigua data irrespetuosas del texto original con alarmante frecuencia), sumándoles algún maquillaje espectacular, propio de impresionantes avances tecnológicos, que poco incorporan a la narrativa en materia emocional. El reemplazo del creativo pulso humano por ese dudoso avance en la animación, señala un claro retroceso en tal sentido, por ahora remitido a esa esfera.
Pero, volviendo a nuestro campus literario, y revisándose los inicios o largos períodos de oscuridad, sujetos a vicisitudes económicas de grandes escritores, como Joseph Conrad, para situarnos en el mero ejemplo de una gran pluma y su azaroso contexto temporal, nada ha de asombrarnos.
Otros fueron más afortunados, aunque ello no cambia las variables generales que atraviesan en la Historia cualquier disciplina artística y sus magnos actores.
La alienante molicie de las sociedades modernas y sus códigos no estimulan ahondar el pensamiento, facilitando la creatividad. Tan necesaria en todas las áreas de la producción y reproduccción de la vida humana.
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