Nosotros venimos a ser los musicantes e ilusionistas de la Red; outsiders con voluntad y ganas de expresar aquéllo que otros ya expresan, auxiliados por la suerte y el talento, o las reverencias ante los que deciden.
Los últimos de la fila firman textos o artículos y hasta ganan premios. Conozco a uno, cabal chorizo (para colmo apátrida y pobre taquígrafo), que hasta obtiene algunos galardones a base de previas reverencias en las que se deja el alma.
Por eso mismo se la gastó.
No le vale una encumbrada agente (en decadencia) ni las perrunas imitaciones dedicadas a tipos como Jiménez Losantos o Ramírez; paradigmas del arbitrio y el gang bunquerizado.
Sin embargo, sus libros, peroratas y líbelos alfombran los suelos de la reventa al por mayor. Pese al viento a favor, el sujeto es demasiado aburrido para que alguien lo lea de verdad.
En concreto, os hablo del imbécil que intentó con malas artes arrebatarme Perón, y debió conformarse realizando una mala copia gracias a mi presteza. Me niego a hacerle publicidad, por ello no le menciono, pero es fácil concluir de quién se trata.
No todos los canallas conocen semejante destino. Algunos son alquilones manumisos, eficientes mercaderes de papel impreso apoltronados en la dirección de periódicos que aún venden; o en ocasiones ambas cosas.
Dichos hábitos y algún galardón de la cultura oficial, reservan a ciertos especímenes hasta el magno sillón en la Real Academia de la Lengua Española.
Lo explicité en un reciente post de blanco específico.
Todos ellos, uno a uno, nos copian. Digo, a mí y a otros. Los que pasamos de lamer botas y oler braguetas. Tras hacerlo durante años, así quedaron. Hoy, los triunfadores reproducen el sistema imponiendo a sus mandados la repetición compulsiva del ritual.
Para dichos ejemplares, nuestra Red equivale a la calle, o la ochava céntrica, en la que el verdadero dueño del talento entrega su creatividad al público por unas monedas. Su desprecio formal por nosotros lo determina su noción de la jerarquía, tan cercana a la gerarchia del fascismo.
En el fondo saben dónde se columplia el talento. Lo envidian y acechan desde el rencor y el deseo que sofoca la ambición de parecer lo que no son ni serán jamás.
De ahí que, por si las dudas, estos insumergibles buscadores de perlas, no las sueltan una vez aprehendidas.
Tampoco les llueven desde la Red, pero algo casi siempre caerá. Ellos, entrenados para alzarse con lo ajeno sin correr riesgos, aprovechan la instancia seleccionando desde la impunidad, auxiliados por sirvientes o amiguetes.
De poco les vale, pues al cambiar los contenidos de lo que roban, no hacen otra cosa que desfigurar el original.
En cambio, los blogs creativos de esta fantástica autopista de calles aledañas, alcanzan la eternidad, reflejando las bondades de su tiempo. Para ello, sólo es necesario un buen escritor de los que no se venden, con ganas de manifestarse sin tiranos de por medio.
Aún no está debidamente regulado y sancionado el copyright en Internet. De manera que por ahora, estos tartufos imprimen el botín a voluntad, agregando cd´s, dvd´s, cucharas o cosméticos a las ediciones.
A menudo rellenan los ejemplares de artículos que nadie leerá, en una liviana entrega que satisface el momento.
Pero la eternidad de Internet y sus ochavas comporta una hemeroteca viviente, que pronto o tarde escrutará la curiosidad pública. Basta que llegue algún inquieto sabueso literario, auxiliado por la pasión de descubrir los tesoros auténticos, y alce su voz, para que el destino ponga a cada cual en su sitio.
Quizá entonces, las víctimas y los victimarios críen malvas. La diferencia, radica en que, siendo unos y otros objetos de investigación, el fallo histórico les brindará miel o hiel, según determinen el acierto o su mal remedo.
Habrá llegado así el instante, tan reiterado en la historia de la infamia y los infames, en que los verdugos y canallas que predan lo que debieron respetar para poder mirarse al espejo que hoy soslayan, se vean una vez más, reflejados en otro insoslayable.
Si mueren antes, serán sus deudos quienes deban enviar la ropa del padre o el abuelo al tinte, para salvar algún resto de honor familiar.
Desde remotos tiempos, la fábula se repite con pelos y señales. Los que copiaron lo incopiable usurpando títulos y honores quedan con el culo al aire.
Y en ese pozo ciego de malos aromas, no nacen ni se reproducen flores. A menos que sean las Fleurs du Mal.
Y para eso, menos que Charles Baudelaire, ni hablar.
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