Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

miércoles, 26 de diciembre de 2007

TREINTA AÑOS RECORDANDO A CHARLES CHAPLIN Y SU MARAVILLOSA CRIATURA

Ya he dicho que mi pasado se esparce entre dos mundos.

En los sueños recurrentes del primero, habitado hasta los cuatro años, se dibujan imágenes borrosas de mi vida barcelonesa en el barrio de La Sagrada Familia; junto a las comunes y corrientes penurias de la posguerra, en la calle Mallorca. Luego, llegaría la despedida en el taxi camino al puerto, y un adiós, quizá eterno a la estatua de Colón, señalándonos la ruta hacia el Nuevo Mundo.

América nos recibió en la ciudad de Buenos Aires, repleta de gente que comía tres veces al día y vestía con decencia. Eran otros tiempos. Los que hoy disfrutamos nosotros, y no muchos de ellos.

Entre esas gentes acogedoras pasé el resto de la niñez, mi juventud y parte de la madurez. La tradición popular del cine (de larga data en mi familia) y los tiqués accesibles en las boleterías criollas me acompañaron casi a diario en esos años.

En los dos mundos que compendiaron América y Europa (antes de la ida y tras el retorno) no dejó de asomarse de vez en cuando el pequeño duende de bombín, ojazos negros, bigote cortito, levita ruinosa, pequeños pies navegando en grandes zapatones combados y el bastoncillo multiusos.
No precisaba verlo. Era parte de mí.

Para los que creemos en la supremacía del amor y la ternura, él fue, es y será en la voz nuestra de sus películas mudas, Charlot. La extraordinaria criatura de su creador e intérprete, Charles Spencer Chaplin.

Un genio que el cinematógrafo brindó a la humanidad.

Del cine, sé unas cuantas cosas. En mis bibliotecas mediterráneas (con piso agregado) abunda el buen cine historiado; muchas biografías y cantidad de filmes notables en VHS y DVD. A menudo les echo una ojeada, y engordo a los ácaros que mi plumero no abate, sumándoles nueva parada y fonda con más filmes.

En realidad, lo que más visiono es lo que sueño, y lo que más me hace soñar es aquello que menos ácaros acumula en mis anaqueles.

O sea, las viejas cintas de Charlot, joyas del viejo cine Versalles, el Roxy que memora Joan Manel Serrat, o mi bonaerense Cervantes, de Quilmes y sin canción que lo glose al haberse transformado en un complejo multicine en un pueblito que ya es otro.

Allí, en versiones maravillosamente restauradas en DVD, el duende bajito; un Quijote urbano de los pobres y desvalidos, acomete sus modestas hazañas, agigantadas por el talento enorme del genio nacido en los suburbios pobres de Londres, para triunfar como nadie en la antigua colonia que ya empañaba el esplendor de la metrópoli desde finales del siglo XIX.

En todo el mundo fue enormemente popular Charlot. Las clases sociales, desde los ejemplares más encumbrados hasta los más pobres interrumpieron su dura batalla para disfrutar de aquellos filmes cortos y largos durante más de cuarenta años. Creo que aún hoy siguen haciéndolo.
Tal es el destino de de los grandes lectores del comportamiento humano. En la risa y el dolor, son universales aunque retraten lo que ven en unos pocos metros cuadrados de cualquier parte.
Por eso mismo el arte de Chaplin se proyecta más allá del cine; donde late el corazón.

Las andanzas de Charlot no eran, por cierto, sinfonías pastorales. A menudo tenía enemigos temibles, como el gigantón Trompifai (Eric Campbell, víctima de un accidente automovilístico en 1917); o le merodeaban gentes estúpidas e insensibles (sobre todo los ricos). Él, de rigurosa levita y remiendos por doquier, obraba con la dignidad de un caballero de guantes agujereados, ante las damas y viejecitas. Era con los prepotentes y desaprensivos que rozaba la malignidad. Ahí nos tronchábamos.
Pero su sentido del honor era extraordinario en toda circunstancia.

La noviecita de siempre (la pobre Edna Purviance, luego borracha perdida, a la que pagó un sueldo de por vida) era la dulce y candorosa belleza que soñábamos encontrar cuando grandes. Él no siempre la conseguía, aunque tampoco eran sus películas -cortas o largas- historias románticas, pese a estar impregnadas de romanticismo.

Más bien eran dramas objetivos que su genio transformaba en comedias.

En ellas había mucho Dickens. El Chico, por ejemplo, es puro Dickens.

La idea de la estrechez o la miseria, dominante en sus cintas hasta Monsieur Verdoux, le llevaba en sus alforjas desde su pobrísima niñez del Soho.

Sin padre conocido y junto a un fraterno hermano (Sydney, luego actor y productor) malvivían con su madre, una comedianta de papeles raleados, víctima de la sífilis.

Él la adoraba, y es a ella, ya fallecida, que se dirige cuando lanza su vibrante discurso de rebelde barbero judío en El gran dictador.

Detrás de cada escena con la que Chaplin nos divierte o conmueve, se gastó mucho, muchísimo celuloide. Se lo pudo permitir antes y después de tener Estudio propio.

Tal como reflejan los fotogramas de esa joya documental (emitida hace más de 20 años por TV2) titulada El Chaplin desconocido, era un fantástico improvisador, perfeccionista y a menudo exigente hasta la crueldad con técnicos y actores.

Repasando la Historia del Cine encontramos en otros grandes creadores la misma impronta; marca de fábrica en los elegidos de un arte industrial.

Fuera de estas joyas de la cultura contemporánea que nos dejó Chaplin, poco queda hoy del cine mudo para el gran público y los espíritus sensitivos.

En el género, conservamos buen recuerdo de Buster Keaton, desde luego. Pero el enfoque humano en la obra de Chaplin rebasó la de este otro talento; ya alcohólico y decadente, en la época que nuestro hombre debió emigrar a Europa tras ser enjuiciado, públicamente escarnecido y vetadas sus películas en la América grotesca del senador MacCarthy.

Hay gestos, miradas y actitudes de Charlot frente a la vida, que nos conmueven con la intensidad de medio siglo atrás, cuando los grandes desafíos del porvenir adulto semejaban remotos.
Su soledad navideña en La quimera del oro, cuando queda esperando en vano con la mesa puesta y las velitas que se van consumiendo, mientras los buscadores de oro y sus casquivanas mujeres celebran la Navidad en el pueblo; o la fabulosa danza de los panecillos, un prodigio de habilidad e imaginación. La sonrisa a media asta mordiendo el clavel ante la cieguita -curada gracias a su anónima ayuda- que al fin termina reconociéndole, en la escena más conmovedora de Luces de ciudad. La ternura del vagabundo íntegro y lleno de coraje amparando al chico Jackie Coogan. Y muchos, muchísimos otros, multiplicados por la mirada viva o el recuerdo de sus películas, acompañando nuestros mejores sueños.

Los que alejan las pesadillas.

Son aquellos que dan a nuestras arrugas de hoy el color de la difícil sonrisa, y ¿por qué no?, el fruto de alguna lágrima.

A treinta años de su desaparición física. Charlot sigue con nosotros. Lo guardamos en los estuches, los libros y en el fondo del alma.
Creo que siempre estará ahí, acompañando las emociones y esperanzas de los seres humanos; generación tras generación.

Cómo debe ser y manda el sentimiento.









1 comentario:

Anónimo dijo...

que buen recuerdo, así es como y debe poder recordar a un grande como Charlot. Gracias amigo por plasmar en este escrito mucho de lo que fue Charlot y mantener así vivo el sentimiento y todo lo que él quiso expresar en sus obras.