¿Es posible que el mundo civilizado no acierte a aunar esfuerzos para que palestinos e israelíes vivan en paz?
La democracia que disfrutamos las potencias occidentales puertas adentro, no debe cegarnos. La humanidad es un todo que merece puntual respeto, palmo a palmo. Las fronteras y nacionalidades no pueden ser excluyentes.
Así fue hasta hoy, pero con esta filosofía no vamos a ninguna parte.
El Estado israelí está afectado por un síndrome bélico del cual forma parte el recuerdo de la Shoa, iniciada a fondo por los nazis hace setenta años. El valor del pueblo hebreo está fuera de duda. Es más, creo que sus seis millones de muertos fueron una pérdida irreparable para el progreso de la humanidad.
¡Cuánto talento, sentimientos y emociones extraviados para siempre! ¡Cuántos científicos, empresarios y artistas, pertenecientes a todos los géneros, nos hubieran hecho falta para que el progreso alcanzado por la humanidad no fuese exactamente el de este conflictivo siglo XXI!
El análisis histórico del valor milenario del pueblo judío no excusa -por parecidas razones- este genocidio insensato que tantas víctimas arrastra en su marejada de odio. Y que conste, no defiendo a Hamás ni a sus financistas; aquellos que avituallan para el suicidio a mucha gente humilde y desesperada, que obedece resignada a sus peores jefes.
Los descendientes de aquellos supervivientes de la masacre, han honrado a los suyos y las millones de víctimas de la barbarie que practicaron con ellos Hitler, Mussolini y sus aliados de entonces, haciendo del Estado de Israel una auténtica tierra prometida. Sin embargo, el acoso de sus vecinos fue hasta hoy sistemático.
Israel ha sobrevivido gracias a su efectiva organización democrática, basada en un esfuerzo mancomunado pocas veces visto en el currículo de las naciones, la estimable solidaridad de EEUU, la menos estimable de Europa y su propio desarrollo económico, parejo al de una maquinaria militar moderna y disciplinada.
En modo alguno justifican estos logros las masacres que se perpetraron en el pasado, y menos aún en ésta; la más feroz en lustros.
En reñidas vísperas electorales, el Gobierno judío y su Alto Mando (respaldados por la mayoría de los ciudadanos) han resuelto eliminar al movimiento islamista de Hamás de la faz de la tierra. Es cómo matar el cáncer junto al cuerpo del enfermo. La víctima inmediata es el pueblo palestino, con sus 360 muertos y 1.700 heridos, pero en el fondo es la humanidad quién se resiente, en tanto se dañen seriamente las perpectivas de paz en una de sus zonas más calientes.
Tras esta brutal e indetenible escalada militar, justificada con cinismo por Ehud Barak y Tzipi Livni, el General Dan Harel (segundo en la cadena de mandos del Ejército) anuncia que "lo peor está por llegar".
Ahí es dónde se equivoca. Lo peor es todo. Desde el primer muerto hasta el último herido por el implacable bulldozer, que éste y otros oficiales comandan contra gentes desesperadas y hambreadas, que enarbolan palos y arrojan piedras a su paso.
No será mediante el terror asesinando palestinos que se consiga eliminar a Hamás ni al largo contencioso árabe-israelí. Los previos ensayos en tal sentido no hicieron más que radicalizar a los partidarios civiles de la organización; hoy mayoritarios entre la población masacrada. La razón de ser de este grupo terrorista no le permite cambiar, ni autodisolverse. Tampoco es posible persuadir a Irán para que lo frene, o suprima su financiación.
Ellos seguirán lanzando sus cohetes; a menos que sean los palestinos quienes resuelvan retirarles su confianza, forzándoles a dejar la porción de poder que detentan en la actualidad. Ganar a los palestinos para una política de paz en nuervas tratativas bilaterales no reza con semejante respuesta israelí a los cohetes terroristas.
Lo grave de todo esto es que nadie en Occidente interviene deteniéndola. Bastaría que la mayor potencia militar del planeta lo realizase por contundentes medios diplomáticos.
Pese al grito en el cielo de la UE y la precipitada reunión de sus autoridades para acordar una firme demanda de cese de fuego a Israel, poco haremos de efectivo para que la pesadilla finalice.
En realidad, sólo la Casa Blanca cuenta con la autoridad necesaria.
A punto de ser recordado como una pesadilla, George Bush, a quién encanta sembrar el Medio Oriente de víctimas, no es el más indicado para terciar. Y parece que Barack Obama, devoto del Estado Israelí (según declaró poco antes de ganar las elecciones, granjeándose el voto de la poderosa colectividad), tampoco.
Por eso callan ambos, mostrando el percal, mientras crece el trágico cómputo de víctimas y el inmenso dolor de un pueblo masacrado.
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