En Quilmes pasé parte de mi infancia y adolescencia. Como referente vital se une al latir
de mi corazón. Visité la ciudad durante siete viajes a mi tierra de
adopción. En especial la céntrica Avenida Rivadavia y la vecina calle Alberdi,
donde los chicos jugábamos montando carpas fabuladoramente indígenas, en
una medianera que no existe, o en las obras en construcción no valladas
de entonces durante los feriados. Los robos y asesinatos eran
irrisorios. Apenas crónicas de vida breve en las páginas del
diario "El Sol". Hoy la miseria, con sus herencias de droga y crimen,
azotan sin tregua Quilmes y el sur de la provincia. Frente a este drama,
al que se suma muchos otros territoriales, toda la propaganda sobre el
carácter "nacional y popular" del gobernador y sus superiores del
ejecutivo se desploma estrepitosamente. El problema de la seguridad
pública no lo arreglan la policía ni tropas del Ejército, sino la
justicia social, vinculada a un plan de educación serio y dotado de buen
presupuesto. El organigrama oficial no favorece a estas medidas; más
bien las obstruye, enfrascados como están quienes gobiernan los destinos
del país, en perpetuar un poder clientelar signado por corruptelas y
desatinos. La Argentina actual no es la del 2001, pero las heridas de la
inequidad social y la ausencia de cultura cívica, refrendadas por la
falta de voluntad política, siguen abiertas y sangrantes. Quilmes, mi
cuna del ayer, es uno de sus terribles ejemplos. Pero hay otros, y en
todas partes. Es algo que no parece preocupar seriamente a la presidenta
millonaria, ni siquiera capaz de asumir su edad con dignidad, ni a sus amiguetes.
Tampoco a varios opositores (entre ellos destaca Mauricio Macri), para
los que la solución es militar, policial; o bien que la gente linche a
los jóvenes delincuentes, víctimas subsidiarias del "paco" y dejaciones
varias.
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