Un artículo de Jesús Marchamalo sobre los escritores suicidas llama mi atención. Lo repaso en la página 78 del ABC dominical un par de veces, porque además de ofrecer algunos ejemplos más o menos contemporáneos y una cadavérica instantánea de Stefan Zweig y su mujer (la otra de Hemingway, empuñando un rifle junto a un leopardo, es más corriente) está bien construido. Del reconocimiento al atiborrado archivo de recortes de prensa hay un paso, que doy tijera en mano.
Voy a los nombres citados.
André Gorz, Arthur Koestler, Zweig, Gabriela Mistral, Virginia Woolf, Primo Levi, Césare Pavese, Sylvia Plath, Mario Sa Carneiro, Costa Cariotakis, Jack London, Alejandra Pizarnik, Marina Stvetaieva, Mishima, Vladimir Maiakovski, Emilio Salgari y Gabriel Ferrater.
Por mi cuenta agrego al listado dos poetisas. La argentina Alfonsina Storni, y Dalmira Agustini, uruguaya. En ambos ejemplos medió el desengaño amoroso. Infaltable en la suma resulta Francis Scott Fitzgerald, víctima de un frenesí autodestructor por medio del alcohol, y su remate como escritor del montón en la Metro Goldwyn Mayer. En realidad, si nos ponemos a desempolvar el frondoso registro de los encubiertos suicidas en el camposanto de las letras llenaríamos varios volúmenes.
Enrollando con prudencia el carretel, volvemos al pliego de Marchamalo.
En la mayoría de los casos, el no way out por mano propia fue consecuencia de una penosa enfermedad, cuyo tramo final se buscó evitar. Aunque por una razón u otra, en todos se observa el predominio del pesimismo, ceda al paso de su penúltima secuela: la desesperación y su lúgubre antesala suicida.
Uno se pregunta cómo el biógrafo Zweig, capaz de plasmar la gesta del navegante y descubridor Magallanes de forma tan vigorosa y extraordinaria, pudo suicidarse en febrero de 1942 en su exilio brasileño, a causa de un supuesto triunfo del nazismo en Europa.
Creo que en el fondo, fue su pretexto de pez fuera del agua. Vienés de origen; esas aguas eran un pantano desde el Anschluss hitleriano.
El que su mujer lo acompañase en el viaje, finalizado en el lecho matrimonial del que la foto se extrajo, se reiteró en los casos de Koestler y Gorz.
El suicidio del italiano Emilio Salgari, creador de la impetuosa saga de Sandokán, fue una verdadera carnicería de tajos en el cuello que no terminaban nunca, asestados con frenético pulso en un bosque turinés.
El alter ego del Tigre Malasio probó una vez más su ímpetu.
Estimo al respecto, que los escritores somos una de las especies más frágiles y vulnerables de la tierra.
La profesión de escritor significa aislarse de la realidad para crear otra virtual, donde la función se asemeja a la del titiritero que mueve marionetas contando historias. En la tarea, manda la concentración; asimilable a la estrategia del caracol.
La realidad humana indica que, escribas lo que escribas, no importa dónde ni para quién, ingresarás a un monasterio como monje de clausura. Allí sólo cuentan la fe en ti mismo, y el auxilio de una Providencia no siempre Divina.
Eso lo sabes bien; aunque sin ser novelista te rodeen colegas de fatiga en la febril redacción del periódico, la mesa de trabajo radial o la televisiva.
Por lo general, la tarea no finaliza en familia, ni en el amor o el sueño. A menudo, el escritor uncido a la creación o la rutina, pega el ojo en la almohada junto a letras que escribió o planea escribir, redactando información o esbozando romances, entuertos, crímenes y bucólicas escenas de la vida cotidiana en la agitada duermevela. Lo demás, incluyendo la lista de la compra, el pago de la hipoteca o el coche y el colegio de los niños, es más bien complementario.
La soledad, compartida antaño con el papel en blanco y la pluma; hoy con la pantalla del ordenador y su teclado, favorecen la obsesión, un progresivo cansancio visual, y con ellos cierta indefensión emocional.
La rutina laboral o el éxito en este campo minado no exime de la desocialización que comporta; soportada por las jarras de café, las cajetillas de tabaco y la tos endémica, o el variable desmadre alcohólico; parcialmente reemplazado por las drogas duras.
Si no te intoxicas con café, alcohol, cigarrillos o cocaina, ni toses, da igual. A la hora de imaginar y plasmar, desde una novela al mínimo apunte o esquela, el extrañamiento te dejará solo ante el peligro.
El Alien del escribidor late junto a tu corazón; más acelerado que el de muchos mortales. La ansiedad de proyectar el fruto del trabajo supera a menudo la cierta contención que da el oficio.
Cuando me decidí a escribir biografías pensé en aquellas que faltaban en mi biblioteca y me gustaría leer. Con el tiempo he admitido que además de poderme leer con cierta satisfacción, sigo en la brecha para que otros me lean. En ello media una apreciable cuota de entrega al prójimo; la acepten o no.
Pergeñes novela, artículos para revistas o periódicos; estés ante un micrófono o comentes en pantalla lo que preparaste, solo o con ayuda de tu equipo, siempre lo harás pensando en que te lean, te oigan o te disfruten de cuerpo entero, con gesto y voz que matizarán una vez más el discurso que montaste.
Puedo exagerar, pero no me lo parece.
En todo caso, la culpa la tiene hoy don Jesús Marchamalo y su corto paseo por el cementerio.
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