Los birmanos padecen desde 1962 dictaduras militares. La actual es un feroz triunvirato de generales dispuestos a aplastar cualquier protesta a sangre y fuego. A más de los ya caídos por la represión del reciente y masivo movimiento de protesta, ochocientos monjes budistas han sido apresados. Ellos encabezan las manifestaciones populares que crispan los nervios de los déspotas armados. La líder civil opositora purga arresto domiciliario en Rangún desde hace cuatro años.
En realidad, el drama de los habitantes de esta tierra, sumergidos por la miseria de un estadio semifeudal, es doble. No sólo sus vampiros cuarteleros comportan la permanente amenaza. Vladimir Putin y los nuevos mandarines rojos -de corbata y crew cut-, al frente de regímenes represivos, -encubierto en el caso ruso; frontal en el chino-, respaldan a los autócratas. Hacen negocio con ellos vendiéndole su chatarra bélica y adiestrando a sus oficiales para las futuras carnicerías. Otros oficios consisten en la construcción rusa en suelo birmano de una central nuclear de agua ligera, y un oleoducto conectado a las necesidades del sur chinés.
Ambas potencias han vetado ponencias occidentales condenando la represión en el Consejo de Seguridad de la deteriorada ONU. En cualquier caso, débil iniciativa ante la ferocidad de la embestida militar.
Frente a ello, el Occidente desarrollado observa y protesta, enjabonándose las manos bajo el chorro de agua convenientemente destilada.
A los atolladeros afgano e iraquí, no puede sumarse otro frente bastante más peligroso. Sin embargo, la valentía ejemplar de los birmanos y sus monjes no debiera quedarse en espectáculo edificante para nuestra moral de burgueses cómodos, a cubierto de desastres ajenos.
El régimen chino, socio comercial de nuestras multinacionales, es uno de los más crueles del planeta. La Rusia gobernada por los entrenados agentes del KGB y sus envenenadores profesionales, no le va en zaga, pese a la fachada democrática y el entierro definitivo de los símbolos comunistas. Las masacres regionales lo expresan con toda claridad.
Paso a esbozar otro pensamiento cínico, que por asunción u omisión redondea nuestra vocación de estrategas observando lejanas conmociones políticas y sociales en el globo terráqueo
En una forma u otra, los vecinos de los pobres birmanos nos convienen. Son colosos superpoblados con peso en la economía mundial. En cambio, ellos no existen.
La mano de obra de rusos y chinos es barata y los negocios bilaterales florecen, a pesar de los diezmos que la mafia organizada en partido político, o la esparcida en la proclamada libre empresa de Putin, cobran en cada transacción.
Mientras tanto, los vecinos harapientos y su movimiento democrático -poco útiles y significantes en el mundo moderno- quedan librados a una suerte que, por cierto, no es la nuestra.
Lo fue una vez, cuando en 1940 gobernaba El Caudillo por la gracia de Dios, y a nosotros, cautivos y desarmados, nos rodeaban Pétain, los nazis y el profesor Oliveira Salazar. Mientras, la solitaria Gran Bretaña resistía los bombardeos nazis de sus principales ciudades.
Estábamos como hoy los birmanos y lo hemos olvidado.
Éramos, qué duda cabe, las víctimas de una dictadura, y también de la mala vecindad.
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