Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

sábado, 22 de septiembre de 2007

LA SERIE B, APLICADA A LA VIDA MISMA: EL LEGADO DE LUCIANO PAVAROTTI.

La serie B, definición aplicada a las cintas de segunda clase en presupuesto, intérepretes y guión, nos ha deparado gratas sorpresas. Visionaba el otro día "Barbazul"(Bluebeard), una miniatura de dos dólares construída en 1944 con mérito por Edgar Ulmer para la PRC Pictures; modestísima factoría de breve pulso en la década. No era una impresión remasterizada, pero no anulaba el hecho su buena digestión. Ulmer había contado con la notable presencia de John Carradine (el padre de David/ "Kung Fu") asesinando con un lazo de seda a algunas bellezas discretas de la compañía. Este fino escultor, convertido en intérprete gracias a Cecil B. DeMille en previa instancia y unas cuantas superproducciones, hizo su mejor trabajo en la serie B; si bien en "La diligencia"(Stagecoach), ya John Ford nos lo había enseñado componiendo a un caballeresco truhan.

Muchos astros de magnitud iniciaron carreras en la Serie B. John Wayne es el más famoso; aunque no el único. Muchos más bajaron las escaleras del alfabeto rebasando la letra B.
Lo que pasa en el cine, antiguo o moderno, sucede en la vida. Uno es el producto más o menos estilizado de la otra.

Los humildes filmes de John Wayne en sus comienzos (bastante mejores que los de otros) nos llevan a valorar su esfuerzo venciendo la adversidad. Pero si triunfar pasando de la Serie B a la otra despierta admiración. El descenso, por cuestiones de mengua de fulgor, vejez o malos papeles, resulta patética y por demás frecuente.
Las últimas nuevas refieren el calvario pre mortuorio de Luciano Pavarotti. Había roto un vínculo histórico con la madre de sus tres hijas -mozas ya- reemplazándolo por Nicoletta, joven, bella y trepateur.
Esa búsqueda de la juventud -tan frecuente en varones célebres- desvelaba la frecuente declinación -vital y artística o profesional- de estos añejos buscadores del oro de la vida.
Luciano era uno más, de entre los que procuraban vanamente el retroceso de las manecillas del reloj y sus fraternos calendarios. Nicoletta era -según confesó a una amiga- una mujer que le atormentaba, desvelándole su pura y dura voracidad material. A cambio de caricias y la penetración de su himen, le aislaba; vedándole los amigos del alma y las viejas costumbres. La nueva esposa, de sonrisa ejemplar para las fotos, era una bruja, con una escoba utilizada para barrerle el entorno, más que para volar; como refiere la leyenda.
La realidad imaginaria alcanza el cielo. La que tocamos, pisa la tierra. Luciano volvió a ella dejándonos su voz. A la madre de sus hijas -capìtal en el despegue y sostén emocional de su carrera- no le dejó ni las gracias. Tampoco a sus frutos comunes.
Nicoletta es su heredera universal, según manda su testamento. Del mismo se benefician ella y su cuarta hija; la que poco conoció a su padre. Los testigos conscientes de un cierto comportamiento molestan a menudo. No hay mejor cosa que la inocencia infantil y la leyenda pública, para restaurar la memoria de un padre de borroso contorno.
Las quejas sobre el tormento padecido por la maquinadora bella y joven, de poco valieron a la hora de la última voluntad. El inconmensurable divo respaldó la lozanía que en apariencia le obsequiaban, no las arrugas que labró su trato absorbente a quien le aguantó 34 años.
La celebridad se quedó en la letra pequeña, digna de la peor Serie B.
La reflexión sobre las consecuencias aislantes y perniciosas de la celebridad se impone. En perspectiva, Pavarotti nos entregó para siempre su voz; el don y legado más valioso que un gran cantante puede ofrecer a sus contemporáneos y la posteridad.
Lo demás poco importa.
A menos que la Serie B nos guste, hasta el punto de arrimarle la lupa y la sostenida atención.
Para desgracia de algunos, la tarea nos apasiona.

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