Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

sábado, 17 de octubre de 2009

QUILMES Y UNA ESCENA QUE JAMÁS OLVIDARÉ

Parte de mi Familia en las calles de Quilmes hacia 1951. La de abajo, con mis abuelos maternos, mi hermana en el centro, el primo y la primita recién nacida.

Arriba, el coche de papá, mi primo y yo con el tío. Detrás, la primita bebé en brazos de mi tía, los abuelos, mi hermana y un amigo de la familia. Papá y mamá permanecieron ausentes, detrás de la cámara.

Lo que voy a relatar tiene que ver con algo sucedido en el barrio, no en casa. Sí con el final de la vida...

En las calles empedradas de aquella ciudad de anchos horizontes y pocos vehículos, perímetro de universo bullanguero, solíamos jugar a la pelota. Recuerdo la ocasión en que un pibe gordito de nuestra edad ensayaba unas gambetas y paraba de golpe, empapado en sudor.

Estaba enfermo del hígado, decían, y se notaba, en el cansancio que asomaba en su rostro, bondadoso aunque de tez muy amarillenta. Vivía en la calle asfaltada de Gustavito Llusá -fallecido hace muy poco tiempo- y recuerdo que él también era de la partida; aunque siendo dos años mayor hacía de referee o algo así.

No retengo el nombre del pibe enfermo y empeñoso. Sé que a los pocos meses alguien me dijo que el barrio estaba de luto porque se había muerto, y que lo estaban velando.

Fuimos todos a darle el último adiós, pues lo velaba la familia en su casa.

Tras alguna vacilación ingresé al recinto del decoroso chalecito, iluminado por tenues luces y algunas velas alrededor del cajoncito de cedro. El amiguito de gambetas y tiros al arco improvisado estaba parcialmente amortajado, con los ojos cerrados y una venda que le envolvía la parte superior de la cabeza sujetandole el suave arco de la mandíbula.

Yo lo oteaba a cierta distancia, sin animarme a avanzar. La única relación visual con la muerte hasta entonces era la del cine, en las películas del Oeste, el impactante serial de "Dick Tracy", cuando en la penumbra del "Cine Cervantes" el siniestro "Araña" acribillaba a sus víctimas en el primer episodio, luego de enfocarles la frente con su linterna, o en aquella escena que abre Bette Davis en "La Carta" acribillando a su amante (sin que se vea al amante, que es peor por lo que uno puede imaginar).

Es decir, eran muertes de ficción, meras referencias ya captadas en los comics o mis precoces lecturas de Shakespeare.

Pero enfrentar esto otro, tan real y que afectaba a un niño de mi edad, tendía a superarme. Sin embargo, la presencia de otros chicos del barrio había estimulado mi coraje y el de todos.

La familia estaba allí en pleno, destacando las mujeres, de luto riguroso y estrujando algunos pañuelos con los rostros demudados.

De repente una de ellas -después supe era la madre- me miró fijo, dedicándome una triste sonrisa, pero de tal luminosidad y dulzura, que me conmovió.

Lleno de delicadeza, el gesto hizo que al fin avanzase hasta el pibe muerto derramando unas lágrimas de labios apretados, mientras le dedicaba un silencioso "Chau".

Creo que ella lo captó, pues sentí que sus ojos me acariciaban.

Esa sonrisa, con el tiempo lo entendí, era una mezcla de intenso dolor, matizada por la gratitud que destinaba a nuestra presencia en el adiós al compañerito del barrio.

La madre que había perdido a su hijo, veía en los hijos de otros que la vida seguía. Era un desprendimiento ejemplar que mitigaba la congoja en vez de hundirla en un pozo de desesperación, o en el frecuente razonamiento, tan humano, que lleva a preguntarse "¿porqué habiendo tantos hijos, le tuvo que tocar al mío?"

No sé qué habrá sido de la señora, ni cuánto vivió, o ni siquiera si aún vive. Parece difícil partiendo de un cálculo que sitúa la escena lejos ... y aunque parezca extraño, afincada en mi memoria.

Sin lugar a dudas ella era un ser excepcional, de eso estoy seguro.

Esa sonrisa llena de dolor y de esperanzas mitigó en mis siete abriles de entonces el brutal impacto de la muerte y la sombría liturgia del duelo que lo envuelve, acompañando el resto de mi vida

En la que me aguardaba años después hubo otras transiciones devastadoras, éstas de seres queridos. Las dos dramáticas partidas de mi madre y mi esposa me devolvieron el gesto y la imagen de aquella vecina del barrio quilmeño. Sentí algo parecido a lo que ella vivió; aunque no sé si pude fundir mi dolor con su fortaleza, propia de un instinto materno excepcional.

Fué el precioso instante que la dama me brindó aquella tarde extraviada en 1951, año en que Racing salió campeón, a Evita la debilitaba el cáncer y el general Benjamín Menéndez se sublevaba contra el Gobierno Peronista, mientras en Quilmes, la vida cotidiana sonreía en los vecindarios y el Padre Merola impartía solemnes bendiciones desde el púlpito eclesial.

También fue el año del par de fotos que presiden esta columna, en las que no falta mi propia sonrisa de pantalón corto.

El gesto único y estremecedor aquel calendario seguirá perteneciendo, muy por encima de otros recuerdos, a esa madre y su generosidad. Será así mientras viva quien hoy brinda testimonio del luminoso y sombrío instante, en el que la vida y la muerte de un ser querido se funden en un solo haz.












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