Las dos cubiertas de los extraodinarios dvd de Bielinsky que nos obsequió el diario "Público" el pasado año.
Entregado en cuerpo y alma a finalizar una novela, emprender otra y atender este espacio tan refrescante, descubro tarde a un extraordinario narrador. En realidad nunca es tarde para volcar emociones si algo te conmueve o deslumbra. Y Fabián Bielinsky, argentino y ajeno a la vida a causa de un infarto en Brasil, hace ya casi tres años, ha conseguido ambas cosas. De ahí que este humilde reconocimiento de un escritor que ama el buen cine, sea en realidad mi póstumo y sentido homenaje a quién, más alla del mero existir, nos legó lo mejor del ánima...
En el Séptimo Arte, al igual que en todos, basta un ejemplo para consagrar el genio artístico de un narrador. La prueba viviente que me viene a la memoria es La noche del cazador ( The Night of the Hunter/1955), pieza única del gran actor Charles Laughton.
Hay otros magnos ejemplos. Pero el del malogrado director argentino Fabián Bielinsky (1959/2006), por ejemplo, recoge dos muestras irrepetibles de film noir criollo: Nueve Reinas (2000) y El aura (2005).
Más elaborado y complejo, el segundo filme combina con gran precisión elementos psicológicos y extraordinarios con una áspera violencia, sórdida e inmanente hasta que, promediando el relato los elementos en juego deflagran espectacularmente.
Ricardo Darin compone aquí a Espinosa, el taxidermista solitario y dotado de una memoria visual sobrecogedora, que no consigue mitigar periódicas crisis epilépticas en las que pierde el sentido. Resignado a vivir solo, según desvelan los minutos iniciales, rechaza la fusión sentimental del emparejamiento.
Por contra, su capacidad de observación, fundida a una introversión apenas quebrada por el laconismo y las pocas palabras, le llevan a planear prodigiosos atracos bancarios, fuga paranoica que jamás realizará por propia iniciativa. Para el caso, la profesión que procura una existencia virtual a los extintos ejemplares del reino animal -realizada con precisión- se proyecta en sus precisas fantasías, vacías de contenido real.
En el despegue nocturno del filme y echado en el piso de un cajero automático con los brazos en cruz, el héroe de la tenebrosa fábula y nosotros mismos abrimos los ojos a su peripecia. La epilepsia le desvaneció tras percibir segundos antes el aura; esa suerte de haz de luz que precede el ataque.
Un inmediato viaje a un coto sureño acompañando a un colega de fatigas (otro fracasado emocional francamente mediocre y envidioso, con quien desarrolla una ríspida relación) en su partida de caza, le sitúan en el epicentro de un trágico accidente, causado por error al confundir en la maleza a otro cazador con un ciervo. Víctima de una nueva crisis se desploma, y en el solitario despertar boscoso se agita la trama.
La relación entre el difunto (un tal Dietrich), propietario de la remota cabaña en la que [el inmenso] Darin y su ácido colega (retornado a la vivienda minutos antes del accidente, y después a Buenos Aires por dramas conyugales) se hospedan, planta su estructura mediando una intriga en la que, los planes de atraco real a un casino establecen el nexo con otros personajes -no menos siniestros o desangelados-, que van asomando en la narración.
Quizá los únicos que se revelen víctimas de la pobreza, la soledad, y los salvajes castigos del propietario (de quién sólo se enfoca el cuerpo yaciente o su imagen sexagenaria en algunos retratos) sean su jovencísima mujer Diana (encarnada por una martirizada Dolores Fonzi) y el medroso hermano adolescente.
El registro que realiza reservadamente nuestro hero noir del cadáver, y el posterior descubrimiento en otra pequeña cabaña boscosa de una serie de anotaciones con claves numéricas, nombres y localizaciones -realizadas en secuencia que precede la mala muerte de un agónico asaltante de fábricas, otra pieza del plan observado por él con mórbida frialdad-, arrojan, junto a la existencia de un celular abierto, nuevas piezas que el protagonista encaja como si se tratara de un puzzle, guardando celosamente el funebre secreto y la naturaleza de sus propios planes.
Sujeto de cuidado, la víctima accidental de su rifle tramaba junto a tres zaparrastrosos pistoleros (y estupendos actores) y un entregador, el atraco a un camión blindado, transportando caudales del Casino local. A medida que desvela la trama, crece en su interior la idea de realizar, sirviéndose de los cómplices de Dietrich, el aparcado proyecto.
El dúo restante (y el restante compinche, empleado del Casino, acreedor del muerto por deudas de juego y aledaño al plan, de breve aparición durante una precedente incursión de Espinosa a la timba) no tardarán en asomar el cerviz, mientras él finge ser correo oculto del muerto, precipitando la desembocadura de una trama compleja y tentacular, en la que no escasean la sordidez y ciertos símbolos, como el del oscuro perro lobo, tan huraño y solitario como el tarxidermista, aunque aficionado a escoltarle en paralelo, bosque traviesa.
El caso es que gracias a su retentiva memoria y la capacidad de encajar datos, planillas dinerarias, nombres, rutas y fotografías que hacen al asunto, convence a los más peligrosos de que Dietrich abandonó la escena, delegando en él su intervención en el asalto.
Tras la inevitable carnicería final, de la que sólo se salvan Darín, la Fonzi y un bolsón de cuero marrón con el producto del atraco (en el que este héroe singular apenas interviene, aunque al final remate por activa o pasiva a los pistoleros), Espinosa volverá a lo suyo, esta vez junto al can de ojos tan brillantes como los objetos del oficio: su virtual alter ego.
Contada a vuelo de pájaro, El aura semeja una trama más de misterio criminal con toque psicológico y final apocalíptico. Pero en manos de Bielinsky (coautor de un script bosquejado en 1984) y un equipo participativo en el que destaca Darín, asume su aspecto fascinante, fundido a la densidad emocional de una meticulosa pesadilla desarrollada en 126 minutos, donde el típico romance o el ligue transitorio -tan frecuentes en el género- están ausentes por falta absoluta de intención.
Salvando al par de asesinos, obligados a compincharse por necesidad y ultimados casi al unísono, nadie (ni siquiera Diana y su hermano menor) precisa del otro para vivir.
El bosque frondoso y apartado del sur austral, enmarca el espacio común del desarraigo, el pesimismo existencial y la muerte.
Como todo creador, Bielinsky testimonia la atmósfera de su tiempo y circunstancia, proyectada desde un país violento e insolidario, de clases polarizadas por la crisis, e inmersas en la ambición desmedida, el delito o la exclusión social, vinculando la trama y sus personajes a esa partitura; bien musicalizada en el metraje por el sugerente piano de Lucio Godoy.
La característica del genio cinematográfico -entregado a cualquier género- es ésa justamente: el provocarnos con alevosía, mediando el trasvase testimonial, la emoción, y un interés irrefrenable urdido en cada escena que imprima su cámara, y nos ofrezcan sus criaturas; aunque por momentos la lectura del códice nos angustie u oprima hasta el punto de visionarlo varias veces con tal de atrapar sus claves.
En tal sentido, la rompedora cinta es obra única en el cine argentino, y nada debe envidiar a los mejores trabajos de Hitchtcock, Lang, Dassin o Welles. Así lo ha reconocido la crítica universal, refrendándolo varios galardones, pese a que el metraje -que su autor confesó con modestia "experimental y de curso impovisado"- no acreditase el rotundo éxito que acompañó a Nueve Reinas; una historia de timadores urbanos que lleva su sello inconfundible.
Quizá porque al común de los espectadores no les guste pensar ni dejar volar su imaginación ante el desconcertante sofoco que imponen la originalidad y sordidez testimonial de "El aura", es que tantas obras maestras (entre ellas La noche del cazador) demoraron su último ¡hurra!
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