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viernes, 6 de marzo de 2009

CHE -SEGUNDA PARTE- GUERRILLA. UN ESPECTÁCULO TRAMPOSO Y POCO CONVINCENTE


La segmentación de los tupidos rollos que imprimió Steven Soderbergh ha dado lugar a la segunda parte de Che. El argentino, agobiante relato del virtual suicidio de Ernesto Guevara en la selva boliviana.
Siendo su final una muerte largamente anunciada por la ruptura política entre Fidel Castro y su mano derecha en la Sierra Maestra, este relato no aborda el hecho.
Tampoco menciona el primordial rol de Guevara en los fusilamientos masivos que siguieron al triunfo del castrismo, ni sus sonados fracasos como alto funcionario del gobierno, o en la demencial aventura congoleña ensayada en los años siguientes. Remitiéndose a destacar su publicitado discurso en la ONU.

Lo cierto es que desde tiempo atrás el implacable Castro tenía resuelto desprenderse entre otros "camaradas" prominentes, del argentino, propósito que aceleró tras encarcelar al comandante Huber Matos, luego de que su gran amigo, el popular Camilo Cienfuegos desapareciera en oscuro accidente de avioneta jamás aclarado.

Más atrás aún y con Batista en el Palacio de Gobierno, la oscuridad de una misteriosa emboscada de la policía secreta -en la que algunos dicen, intervino el soplo de Vilma Espín, miembro del Partido Comunista y luego esposa de Raúl Castro- segó la vida de Frank País, dirigente supremo del Movimiento 26 de julio en La Habana.

Tanto Matos, cómo Cienfuegos y País, eran demócratas poco inclinados al comunismo del lampiño Raúl (alias La niña), y el Che. El sendero revolucionario marcó esa ruta, conveniente para el megalómano y ambicioso Fidel, devenido en inevitable peón internacional de Moscú, con intereses propios de nuevo Bonaparte rojo.

El cordobés no tardó en posicionarse en contra de la alianza entre una revolución joven -que buena parte del planeta observaba entonces con cierta ilusión-, y los burocráticos herederos de otra, ya enterrada junto a sus millones de víctimas.

Inclinado hacia el primitivo comunismo maoista, idealizado hasta el delirio por un sector juvenil de Occidente y Latinoamérica, Guevara -que había criticado en sus barbas a los jerarcas moscovitas- visitó a Mao y Chou EnLai en China, extendiendo el periplo al universo tercermundista; estrategia personal que le llevó a establecer fraternos lazos con el egipcio Gamal Abdel Nasser y otros exponentes del populismo socializante, entonces muy en boga.

A estas alturas, perdida la confianza de los enfurecidos hermanos Castro, el Che ya estaba condenado a perecer. De manera que, cuando una vez fuera de Cuba el misterio sobre su paradero fue creciendo, el líder supremo de la revolución le rindió su falso homenaje leyendo en público una carta (sin fecha) de Guevara, aclarando que abandonaba el gobierno para desarrollar su ejemplo de antiimperialismo combatiente en otros páramos. La suerte de luto que guardaba en aquellos días su segunda mujer, Aleida March, reflejaba los páramos con claridad.

Era obvio que Castro se había librado de él, cómo Stalin de Trotsky, aunque sin necesidad de clavarle un pico en la cabeza.

El sombrío episodio de Bolivia -del que Soderbergh recoge apenas la anécdota presentando a tenebrosos funcionarios del CIA en el ajuste final de cuentas- retrata ese final, sin alumbrar sus causas ni la disputa política y personal, entre el voraz y frío Fidel Castro y un febril paranoico compulsivo atrincherado en sus principios.

Si repasamos el listado de supervivientes de las purgas que el primero y su hermanito Raúl realizaron entre sus colaboradores iniciales, sólo hallamos pensionistas de sus mazmorras, exiliados a la fuerza, marxistas acomodaticios, o dóciles cancerberos al estilo de Juan Almeida.

Cercano a los penados en su consecuencia, el radical Guevara fue expulsado de la isla sin halaraca, y en parte de mutuo acuerdo. Fidel sabía que lejos de Cuba "el argentino loco"(dixit) intentaría validar su propia revolución en algún país sudamericano.
Eligió el peor de los que limitaban con Argentina, ignorando su circunstancia y el peso de un campesinado que, beneficiado por la Reforma Agraria iniciada en 1952, se había conservadurizado. La prueba viviente del tránsito entre la servidumbre al amo oligárquico de antaño y la pequeña propiedad parcelaria era el respaldo a la dictadura militar genocida del general René Barrientos Ortuño; favorito de la Casa Blanca.

En cuanto a los heroicos mineros bolivianos, derrotados por el recompuesto Ejército años después de haberlo vencido, y ferozmente machacados por Barrientos, resultaron puntualmente ignorados por los planes catequizadores del Che, deslumbrado por el recuerdo de los campesinos cubanos y su apoyo a la guerrilla de la Sierra Maestra.

Si a ello sumamos el sabotaje de los comunistas bolivianos a su campaña, junto a la ausencia de medios materiales provistos por La Habana, redondearemos la magnitud del aislamiento final de un hombre poco reflexivo y violento.
Otro de los asuntos que desestimó este soliviantado médico asmático (con vocación de carnicero revestida de idealismo) fue la enorme popularidad ganada en su patria por Fidel Castro, gracias a audaces aventuras antibatistanas (como la del Asalto al Cuartel de Moncada y el juicio posterior, o la odisea del "Granma"), unidas a un gran ímpetu, indeclinable fuerza de carácter e indudable carisma personal.

El liderazgo de este hijo bastardo de un terrateniente gallego y su fámula se fundía a la historia cubana desde los inicios gansteriles en la Universidad habanera, y es seguro que sin su existencia y peso político, el retoño de una familia cordobesa de rancio linaje criollo y escasos recursos hubiera sido un izquierdista más en el Continente.

La muerte en condiciones penosas de vagabundeo selvático en tierra extraña lo remite a ese perfil, pese a su previa leyenda, enlazada a la causa específicamente cubana y el triunfo de la revolución.

En otros artículos ya intervine acerca de su inamovible conversión en icono. Comerciante al fin, Soderbergh lo potencia sin la cierta objetividad conceptual y narrativa del primer largometraje.

En cambio, el puertorriqueño Benicio del Toro sigue metido en su piel, pese a que la fortuna de disfrutarlo no justifique la edición de este biopic, francamente bélico y por instantes monótono en su crispación, gratuita sólo en apariencia.

Seguro que por los motivos expuestos, "Ché -segunda parte-Guerrilla", gustará más aún que la primera entrega al putrefacto régimen cubano y sus amigos.

Si en la otra, la heroica lucha armada contra un feroz dictador justificaba el mensaje, aquí no figura retratado quién, con el pretexto de la justicia para todos se erigió en verdadero sucesor tiránico, expulsando de su pretendido paraíso comunista a otro disidente, nada democrático y con clara vocación suicida.

Aunque según su ley y la de muchos profetas sociales o patrióticos que sumaron ingentes cuotas de sangre al turbulento siglo XX, Ernesto Guevara de la Serna muriera matando...




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