Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

sábado, 30 de mayo de 2009

LUCHO OLIVERA, EJEMPLAR ÚNICO Y ETERNO DEL PAÍS QUE SE FUE.

De derecha a izquierda ocupa Lucho el primer plano. Lo acompañábamos en 1978, Eugenio Zoppi y su sonrisa, el "negro" Sesarego, el humoroso Cilencio et moi, de gafas merced a una conjuntivitis virósica auspiciada por Videla, Massera y sus compadres.

Recuperé la imagen viva de Lucho Olivera en 1999, cuando volví un mes al pago.

La casualidad hizo que imitase sin querer la distancia que separó el exilio de [mi biografiado] Juan Perón y su retorno al país.

En 18 años todo había cambiado, menos Lucho, nuestra mezcla de Modigliani y Egon Schielle de las historietas y la ilustración.

Su metro con ochenta seguía envuelto en el delirio creativo y personal.

Fue uno de los mejores, y pese a los constantes cambios editoriales conservaba esa cierta incoherencia en un discurso, entre nihilista y esperanzador.

Dio la casualidad que yo paraba en lo de mi hermana, que vivía en French y Laprida, frente a una librería de viejo, y allí lo descubrí, mateando con el dueño, un pelucón afable y reo.

Lucho se sentía bien entre bohemios y libros viejos. Amaba la cultura, y sobre todo la Ciencia Ficción, aunque también le apasionaban Borges y sobre todo Lovecraft.

Fue él quien mejor interpretó los guiones de Robin Wood, influyéndole a la vez con su trazo mágico. Sociable e inteligente, Robin fue el mejor guionista después de Oesterheld, con una diferencia. Mientras al viejo monarca del sentimiento los asesinos del Proceso le enjaezaban para el patíbulo, se deleitaban con las violentas historias de Wood.

En los héroes del primero había gobernado un espíritu de justicia que alumbró una generación; en los del segundo, el de la venganza; apta para el terror de Estado.
Y a Lucho le tocaron los segundos.

El año de nuestro reencuentro en las callecitas de Buenos Aires se matizó entre los mates, el café y su palpable delirio.

Era un gusto verlo y oírlo de nuevo, sano, fuerte y con esa cordialidad a media asta, que de repente suspendía nota fugando hacia el tablero con precipitación.

En el epicentro de cualquier charla y mediando una camarera o dependienta de tienda, la invitaba a posar para un bosquejo de su lápiz. El resultado invariable eran las fascinantes hembras de Nippur de Lagash.

Decía que las minas lo obsesionaban, pero eran las imaginarias de su revuelto discurso. Nadie le conoció jamás una novia, un ligue o alguna farra corrida. En ese terreno se parecía a Dalí.

Cierta mañana me invitó a su bulín, pelando una botella de buen scotch.

Ni bien franqueo el portal, anuncia:

"¡Aquí llega la inteligencia!."

Se refería a la que supuestamente acreditaba el invitado.

"Si, "Nano", estás loco, pero menos loco que yo. Al menos razonás..."

Unos de esos días de lluvia que anegan el junio austral, dimos un paseo por el barrio. A diferencia de otros tiempos, Lucho no cruzaba un perímetro de diez o quince cuadras a la redonda. Enviaba por correo o avión sus dibujos, sin voluntad de alterar el recorrido.

Vivía en una suerte de prisión domiciliaria con licencias de paseo, regulado por una estricta prudencia. Quizá fuera un repliegue vital de peligroso augurio.

En medio de la ronda, sacó del largo abrigo verde unas fotos viejas. Eran de sus padres, tiempo atrás fallecidos, bailando un tango y compartiendo sonrisa para la cámara.

De pronto el mazo corto se le fue de las manos aterrizando sobre un charco de agua y barro. Mientras mudaba de color el gesto, las recogió, desprendiendo una lágrima que cacé al vuelo.

Al captar mi inspección de sabueso sobre su mejilla, bajó la cabeza limpiando el barro en la imagen de los seres queridos con la manga del abrigo...

No fue la última vez que le vi, pero sí la única en la que me conmovió hasta el tuétano.

Aparte de disfrutar de su arte, nunca nadie le había tomado en serio. Ni siquiera yo, cuando enunciaba constantemente que aterrizaría a la brevedad en Barcelona para que fraternizáramos de nuevo.

En otros viajes le perdí un poco de vista. Mi sed de nostalgia por los anchos horizontes los aprovechaba para patearme Buenos Aires, de Ciudadela hasta el Riachuelo, o visitar Quilmes.

Un día, de bote pronto el dueño de la librería me dijo:"Lucho está malito. Tiene un cáncer de próstata y apenas viene por acá".

Mi hermana viuda, a quien un día le presenté, me lo confirmó. Se había cruzado con él y se lo contó empleando un lenguaje sobrio y algo estólido. Desde la muerte de sus padres vivía solo, desencarnado de todo y de todos.
No podré olvidar otro día gris del último viaje en que le divisé, embutido en el largo abrigo verde. Fue de refilón y desde un colectivo en marcha, mientras él cruzaba una calle cercana a su bulín. Iba cabizbajo y desmejorado, consciente del tránsito que le deparaba un destino implacable.
Año y medio después me llegó su obituario por diversos conductos.

Lucho ya no estaba en el paisaje barrial. Tampoco la librería de viejo, ni los mates compartidos con él y su dueño, recién jubilado.

La resta no termina aquí.

De la foto que encabeza este post apenas quedamos Cilencio y yo. El menos añoso de los captados en el tránsito resultó Lucho.

También el más excéntrico e inclasificable de todos los que, una noche posamos para la eternidad en el improvisado local de los Dibujantes Argentinos, que sobre la calle Florida nos cedía para la quimera y los sueños el grande Pablo Pereyra (autor, entre otras delicias, de las espléndidas cubiertas de la Colección Robin Hood)...






1 comentario:

daniel rico dijo...

Excelente post Joan!

y excelente tu blog.

Saludos !