Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

viernes, 29 de mayo de 2009

EL LARGO BESO DE QUILMES

El viejo poste de la localidad vecino al andén ferroviario. Una seña de identidad descuidada y cachuza, que no obstante se mantiene en pie desafiando el paso del tiempo.
Cuando hablo del beso me refiero al que compartí en la ciudad por vez primera. El pistoletazo de largada suele ser emblemático en una carrera, llegando en ocasiones, a anticipar la trayectoria de los contendientes.
En la niñez o la adolescencia, la batalla de los sexos no desarrolla la furia que luego guarda. El primer beso suele estar preñado de ilusiones y vuelo lírico. En mi caso, el enamoramiento le ganó la partida al beso. Me enamoré de dos niñas de la primaria. Una, Clara María, me aventajaba en un grado de le Escuelita 7. La otra, Alicia, era un año menor. Rubias y preciosas las dos, calzaban prolijas trenzas y rasgos adorables.
No me gané a ninguna por imperio de la timidez. Salvo para los recitados 0 la Vidala, coral y gaucha, donde me transformaba en un recio intérprete de bigote pintado al carbón, mi mal de amores permanecía amarrado y sin dar manifiestas señales de vida.
Siempre lamenté no haber compartido el primer beso con las rubiecitas quilmeñas.
Por terceros supe de ellas con los años. Clara se divorció una vez y luego empezó a salir con Horacito Faggioli, el valiente hermano de Norberto cuya salud complicó gravemente el secuestro a manos de las Tres A.
Antes de partir, el querido amigo cumplió mi viejo sueño. Clara María era preciosa. También Alicia, quién al parecer permaneció soltera tras un largo y complejo noviazgo.
Si la señora Lemos (Clara María) o la señorita Daval (Alicia) siguen en Quilmes y acuden a su blog mayor, qué sepan que el antiguo vecinito las añora como si fuera hoy.
Recién con quince abriles y en plena sequía me armé de coraje con Isabel, una renguita gallega compañera de curso del Nacional; de lo más pícara. De ella también me enamoré, al menos por veinticuatro horas; el tiempo que tardó en dejarme por el flamante celador interino del Colegio.
¿Hubo beso? Varios, pero no recuerdo el sabor ni el color.
Quizá por ello la memoria del introito quedó congelada entre el desdén y el olvido en mi medio siglo restante.
Que la minita estuviese volada no fue una excepción en mi futura saga amatoria. Salvando alguna feliz circunstancia, las muñecas bravas se me han arrimado como las moscas a la miel.
En cualquier caso, referir mi primer beso es menos importante que destacar aquél que fue más grande y prolongado. El que de hecho abrió la tranquera de emociones, cariños y grandes entreveros amatorios.
Me lo dio Quilmes, desde que, con apenas cinco años recorrí sus empedrados, encendidos por el sol y rociados por la lluvia, como las flores de un jardín radiante.
Mi ciudad de entonces, con las brisas y ventiscas que llegan del Río, su cielo, nublado, limpio, estrellado, de cuarto menguante o luna llena, rebosante de barrios mansos y familiares, potreros de juego a la pelota y frecuentes obras en construcción, repletas de ladrillos y arena al aire libre, se metió para siempre en mi corazón.
El beso más largo e intenso que recibí en mi vida fue el suyo.
Un día partí, es cierto, pero a donde vaya, Quilmes va conmigo.
El viejo poste bautismal sigue ahí anunciando el Paraíso, cachuzo, aunque orgulloso testigo del paso del tren, con los que llegan, parten, y también de los que, viviendo muy, muy lejos, nunca nos fuimos...

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