Tiene una fuerza sin igual. En las dos previas entradas critiqué acerbamente los pastiches informativos de dos biógrafos entregados a reseñar el cine en la persona de un jefe de Estudio y un astro.
El cine de ambos pertenecía al ayer.
He referido el raquitismo humano de este par de obras insustanciales que reseñan vida y obra de cada cual, propias de una cultura archivista, y no me retracto.
Ahora bien, estos autores vivieron a destiempo la significación de Louis B. Mayer y Cary Grant.
Nacieron tarde, y esa natalidad resiente emociones respecto de lo que no es contemporáneo. Pues una cosa es haber nacido cuando en el cinematógrafo el color era una excepción, y la TV o el Cinemascope inciertos futuribles; otra, ver la luz y crecer en pleno desarrollo del color y los otros inventos, tan accesibles en esta era.
Recuerdo como si fuera hoy la emoción infantil de asimilar el Technicolor en las cintas de los años ´40 y ´50 del siglo pasado. Los grandes filmes de la MGM correspondientes a Mayer (y Thalberg) o bien aquellos que hicieron célebre al aún joven Cary Grant, eran bitonales. Planificados del primero al último fotograma en blanco y negro, con ciertas matizaciones de gris; e intensamente grises cuando el filme no estaba a la altura.
Antes, ir al cine en familia prolongaba la sobremesa de los fines de semana. Hoy enciendes la tele, o bien pones un DVD en el lector, te arrellanas en el sillón del living y accedes a tu filme favorito; el que la sala de cine estrenó para ti y el comercio restaura en un pispas ante tus ojos por escasos euros.
¿Alguien puede reemplazar emociones que corresponden a la trabajosa contemporaneidad de una época? Sí; aunque sólo en un caso: de ser un hecho dominante la emoción por explorar el tiempo que nos precedió. Estamos hablando de un ejemplar mas o menos retro. Y que conste menciono una excepción, no la regla general. Se puede recrear bien o mal el periodo prenatal de una parte de la Historia.
Los grandes ensayistas y noveleros lo consiguen.
Lo malo de Scott Eyman y Marc Elliot pretendiendo explicar a Mayer y Cary Grant, radica en la común falta de emoción; vital contando cualquier cosa.
Se me dirá que la genial frialdad de ciertos autores en la vena de Borges, Proust o Truman Capote sustituye con acierto el impulso pasional. Es verdad, aunque sólo en apariencia. La singular alquimia del sentimiento numantino, preámbulo de la obsesión, desarrolla una emoción de baja densidad que, de regir el talento, cobra alto impacto y se trasvasa en términos creativos a la obra en cuestión.
Tampoco es el caso del par de autores reseñados. Ni de los editores que compraron los derechos de edición castellana, tan o más mediocres que ellos. Hace unos meses mantuve un cruce de Emails con una editora de esas y lo reiteré una vez más.
La mediocridad y falta de imaginación están en todas partes. Siempre fue así. Sin embargo, la presente siesta literaria acentúa el que proliferen textos adocenados y se desdibuje más que antes la noción del talento.
Estimo por último, que escribir sobre aquello que se conoce o desea explorarse con pasión hasta el fondo de la gruta, depara buenos momentos al quehacer literario; o a cualquier emprendimiento que mejore la autoestima de una raza humana, precisada en los últimos tiempos de restaurar los valores perdidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario