Somos varios los que en España creemos que la vida es sagrada y que el asesinato debe ser rigurosamente penalizado. Lo perpetuo en nuestra consideración social debe ser el respeto por la vida misma; y muy en especial por la del prójimo.
Por desgracia no es así. Sin embargo, nuevas y muy autorizadas voces se alzan contra el desdoro y la vergüenza.
Anteayer el Presidente del Tribunal Supremo y el Poder Judicial, Francisco Hernando sostuvo que la Perpetua "revisable" puede ser aplicada en España.
El caso de ETA, banda armada ilegal de prácticas asesinas, comporta el ejemplo más grave - sin ser único- frente a la actual legislación.
Mientras la banda exista, la reinserción de los que abandonan las cárceles tras cumplir la pena es harto difícil. Ahí está el cadáver de Yoyes para demostrarlo. El ejemplo más frecuente es el heroico. Los que cumplieron pena están quemados para la acción, pero se les respeta en el barrio que habitaron y los cenáculos de la izquierda abertzale. Emitan o no opinión en público, cimentan in presentia la leyenda del matirológio, propio del credo etarra; tan semejante al yihadista en temática y rituales.
El imaginario del terror es primitivo y monocorde en su proyección. De ahí que requiera el asesinato y la venganza como modus operandi. Cada muerte reitera el escenario, manteniendo vivo el fuego y su imprescindible cuota de sangre.
En otro orden de cosas, la consideración patriótica que tiene el asesinato de los que no comulgan con la violencia etarra en ciertos sectores del País Vasco obliga a ser claro en estos asuntos.
Los pistoleros de ETA - válida en su combate al antiguo régimen, degenerada en su insensata negación de la democracia- invocan -ya lo he dicho- la sacralidad tronante de una patria cruel; o sea, más sagrada para ellos y su soberbia, que la vida humana.
Sobre los que protestan en voz baja desde las cárceles y al salir no se animan a romper amarras con la barca podrida de Nosferatu, pesa su navegación.
Más destartalada que nunca; sin mástil ni velas que le permitan resistir la tormenta que sobre ella desatan el creciente rechazo social y los exitosos operativos de las fuerzas de seguridad, desarticulando un comando tras otro; lo cierto es que aún flota.
Mientras lo consiga, la plena reinserción de los que ayer y hoy cumplieron o cumplen penas por terrorismo será difícil. Para unos, por temor a ser muertos, vivientes o no, en el País Vasco. Para otros, la orden de la capucha, la bomba o la pistola continuará amparando un sobrevivido instinto criminal.
De poco valdrá la vigilancia de los De Juanas grandes o pequeños si continúa el tío vivo de los que ingresan en prisión con las manos manchadas de sangre para salir medio arrepentidos o nada, tal como el miserable asesino que tanto comentario, letra impresa e indignación popular ha desatado, merced a esa libertad de leve pena, que observada en profundidad viene a ser la sofocante prisión moral para los millones de españoles; inmensa mayoría que estamos del otro lado.
En este octavo año del siglo XXI, Cuándo la crisis económica nos da de lleno y se desatan peligrosas tormentas en el Este, la insuficiencia de nuestras penas con el terrorismo representa nuestra propia y tan inmerecida cadena; aquella que ata nuestras leyes a la perpetuidad de la falta de respeto integral por la vida.
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