Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

martes, 13 de mayo de 2014

LAS PUERTAS DEL INFIERNO


LAS PUERTAS DEL INFIERNO.


"Las Puertas del Infierno" es la segunda entrega de mi "Detective en Hollywwod".
En la ocasión sigue la pista de un crimen, sumándose otra de que fue victima su joven ayudante de familia mexicana. Igual de negra que la novela inicial, en esta otra, ya viudo tres años después, le acechan nuevas tramas criminales y riesgos constantes, matizados por personajes femeninos aceptables o perversos. 
Editado en Kindle Amazon tras ser revisado por María Aparecida da Silva, fue un placer redactarlo, sumergiéndome en los años ´30, y sumándoles la angustia de Floyd por el destino de Rex Gentry y su mujer, combatientes solidarios con la República en la España de la Guerra Civil. 

Capítulo IV

En la vida casi nada es lo que parece. Pero la verdad es tan escurridiza como real el disfraz de su apariencia

En general vivo las pesadillas sin soñarlas, salvando aquella tan atroz que me anticipó, con casi dos años de antelación, la posterior muerte de Maggie.
Pero esa noche de domingo el mal sueño volvió, proyectado por imágenes silenciosas de Diego Torres Gallardo y su gesto de sorpresa ante el caño de una pistola a punto de vomitar fuego, brotando con percusión acústica medio ahogada por aquel cojín escarlata. 
Le vi desplomarse en cámara lenta y con los ojos muy abiertos, mientras escuchaba en off su voz espectral, diciéndome:

“¿Dónde estabas, Jefe? Llamé varias veces a tu número y no respondiste. Era urgente que supieras lo que creo haber descubierto sobre la muerte de Coleman. Nada es lo que parece…”

Mientras yo distraje mis ocios del sábado noche, él trabajaba duro. 
Por un instante, mi despertar nació sofocado por la culpa. Y en verdad no era culpable. Ya lo había señalado Carruthers de alguna manera. Nuestra profesión es así de jodida. 
Graduado en criminología, Diego era consciente de ello. Estamos más propensos a morir por mano ajena que mucha gente, aunque nos dediquemos a encontrar caniches traviesos, ancianos sin memoria que se pierden en el horizonte, y consortes extraviados en algunos burdeles de Tijuana, Aguas Calientes, o dos calles abajo. 

El lunes me desperecé sobre las seis AM, encajando varias líneas de investigación a cubrir en las siguientes jornadas, y de menor a mayor trazadas en la última duermevela. 
Desde localizar a Angela Minor hasta concurrir al resbaloso “Club Dux”, con un pretexto creíble y disuasor para ellos, entrevistando primero a las últimas tres esposas de Coleman que faltaba repasar. 
La rubia platino amistosa con Petrícola y el dueño del “Cosmopolitan” también figuraban en mi agenda de riesgo y experimentación. Pero me dije que aquello sería lo último de lo último, por razones que me negaba a considerar, al menos de momento.
Tras ducharme y repasar las noticias del “Los Angeles Times” que el repartidor dejaba en la puerta de mi piso, donde figuraba el misterioso asesinato de Diego con su sonriente foto de graduado, desayuné café con huevos revueltos y beicon. Luego, sobre las ocho y cuarenta y cinco, pasé por el buzón de La Brea, revisando correspondencia que mi secretaria, ausente por duelo, no podría recoger. También había apuntado, en nota que cogí del despacho, una llamada que horas antes de efectuar su hermano realizó una tal Dolores Doucette, sin dejar señas ni pedir entrevista. 
Sobre las nueve, cuando me largaba con el paquete de cartas para revisarlas con calma, aterrizó como caída del cielo Estelita. Y besándome una mejilla, susurró:

-Lo siento, Jefe. No puedo dejar en la estacada al señor que cazará al asesino de mi hermano. Más tarde veré al Teniente Carruthers. Él me brindará detalles sobre la muerte de Diego. Te llamaré desde Santa Bárbara para comentártelos. Con mamá ya encargamos a la funeraria que lo retire de La Morgue. Ellos nos retornarán a casa. Pasado mañana lo velaremos, conduciéndole después al cementerio.

-Estaré con vosotras en los dos sitios.
-Te alojaremos en casa. Sobra espacio.
-Seguro, prenda.

Era gente hospitalaria y de corazón grande, pese al inmenso dolor de la pérdida. Y mi secretaria la mujer ideal para cualquier tipo afortunado. Sujetándole el talle arropado en luto la abracé contra mi pecho. Sus veintidós primaveras olían a jazmines de Santa Barbara. Era un encanto de niña… y por desgracia podía ser mi hija.

-Te ordenaré un buen desayuno, cielo…- dije, asiéndole paternal la palma de la mano camino al ascensor.

Colegí que Carruthers le informaría sobre la autopsia sin comprometer el secreto de sumario, y al salir distinguí el “Hudson Six Coupé” de Petrícola a veinte metros, repitiendo el numerito del periódico abierto. 
Pensé que debía desembarazarme del estorbo por un tiempo, no sin antes darle un buen repaso. Nada mejor que tenderle una trampa; fácil cometido en vista de su encefalograma plano de bruto corrompido. 
Circulaba detrás de mí con esa vocación de mastín, persiguiendo al conejo en el recorrido del “Auburn”, camino a Venice. 
Intentando no perderme la pista, se mantenía a la visible distancia propia de un idiota. Aún ignoraba que iba a sacarle información a espuertas.
Yo había maquinado un truco simbólico que, sabiéndole primitivo y codicioso, no fallaría. En el asiento de atrás cargaba un amplio y vistoso maletín de viaje fabricado en genuina piel de cocodrilo, y se me ocurrió arrojarlo a baja velocidad en la medianera del asfalto de la carretera, vecina a una frondosa arboleda. 
El cabestro lo asoció con valores, entre ellos mi máquina, y frenó en el arcén para recogerlo, sin percatarse que le aguardaba el caño de mi “Browning” sobre su mollera, forzándole a que avanzase, camino a los árboles.

-¿Qué tal Lou. Ibas de picnic? Siento arruinártelo. Antes de echarme a llorar vamos a charlar un rato.

Obedeció sin rechistar, lívido y con las pezuñas delanteras en alto. 

-¿Conoces la Ley de Lynch?- dije señalando varios árboles.-Pues bien. Puedes ir eligiendo el que más te guste…

Respondió con una mezcla de bramido y lamento.

-Para tu suerte, no traigo escalera ni taburete. Quizá no tarden mucho en colgarte. Pero ya que lo pienso se me ocurre otra solución…
-No sé de qué hablas…- dijo con tono poco firme.
-Lo sentirás en tus carnes…

Petrícola era, créase o no, un remedo “B”, superior a la ya pobre clase “B” de George Raft, el amigo de Paul Muni en “Scarface”. 
Presentaba el mismo atildamiento del traje oscuro, la mirada envuelta en gamas grises y las patillas en bisel de chulo, aunque sin la moneda girando arriba y abajo. De revolearla en ese momento, la suya caería cruz.

-¡Liquidaste a Coleman, después a mi asistente y pagarás por ello!
-¡Hace tiempo que no mato a nadie. Soy inocente!

Era lo menos parecido a un inocente, y le sabía implicado en el primer asesinato. Al seguir cerrándose en banda juzgué que bastaba una buena tunda para aflojarle la lengua. 
De modo que enfundé la Browning en la sobaquera mientras le asía por la pechera de la chaqueta deportiva y le dí de mandobles, del derecho y el revés a mano abierta. 
Se zafó, y puesto en guardia, lanzó dos contragolpes. Uno lo esquivé, otro se lo contuve. Entonces tentó manotear un revolver calibre 32 con la diestra en el bolillo interior de su clamorosa chaqueta a rayas verdes, para zanjar la disputa, pero le torcí el brazo, volviéndole de espaldas, hasta que a un tiempo cayó el arma sobre la yerba, y crujió su hombro. Luego lo acomodé de frente, poniéndole a huevo. 
A su estertóreo chillido de hiena herida lo apagó un nuevo cross en pleno rostro, seguido de copiosa hemorragia nasal.
Asiéndole por los pringosos cabellos y doblado en sus rodillas, le oí borbotar clemencia ante otra seguidilla de golpes, rogando que le llevase a un hospital. Mi respuesta desembocó en un contundente directo al ojo izquierdo, mientras le recordaba su infamia más reciente.

-¡El pobre borracho no tuvo un hospital la noche bizarra en que le vapuleasteis hasta la muerte, canalla!

Con el ojo achicándose y la nariz que no paraba de sangrar, atinó a responder:

-¡¡Le dimos, es cierto… pero esa madrugada quedó vivo en las colinas. Te lo juro por mi madre!!
-Desde hace tres días me sigues por cuenta de alguien que pagó por ello. ¡¿Quién es?!

Su gesto vacilante dijo que meditaba la respuesta. O bien que ya no estaba en condiciones de brindar ninguna que fuese coherente.

¡¡No repetiré la pregunta!!- dije, amagando un puntapié disuasor contra su cabeza.

Alzó el brazo sano y la palma de la mano suplicando calma. Medio desfallecido, quería detener el estropicio. Sumada al feroz castigo, la amenaza le volvió locuaz. 

-¡El negocio me lo consiguió una puta sin revelarme su fuente. Cobré mil dólares!

Seguramente, aquella con quién compartía mesa en el “Brown Derby”. Pero él era responsable de la paliza que con sus tres cómplices dieron a Coleman. 

-Obraron bajo tu estímulo. Sin embargo, aunque hagan méritos y fantaseen, no son gángsters. Tú, en cambio, eres capaz de cualquier tropelía. Envenenar a su perra fue un mero entretenimiento. 
-De eso… también se ocupó ella. Le apodan “Goldie” y es muy lista. Se acostó un par de veces con él…
-Y tú con ella, administrándole los clientes, chulo de mierda. Anteanoche, entre polvo y polvo charlabais de negocios en el “Brown Derby”.

Había vuelto a sorprenderlo. 

-¡Entonces sabes que no miento!- dijo, procurando en vano sofrenar el terrible dolor de su brazo dislocado y los miembros restantes.
-¿Dónde puedo encontrar a tu socia?

Esta vez no demoró ni un segundo en soltar prenda. Pero faltaba zanjar el pleito…

-Verás, no es suficiente desencajarte una extremidad superior y romperte la nariz.-dije, señalando el pequeño tronco cercano a las añejas cenizas de una hoguera nocturna, improvisada estufa y lumbre de vagabundos.

Petrícola boqueaba saliva y escupía sangre recostado contra un árbol con el brazo fuera de caja. Semejaba un títere olvidado en el desván. Estaba hecho una pena, sin provocármela. Cuando empuñé el tronco empezó a temblar, mezclando varios deshechos orgánicos.

-¡¿Qué…vas a hacer…con ese madero…?!
-Conseguir que te enyesen la pierna derecha una temporada para que dejes de joderme. 
No desesperes, Lou, el brazo volverá a su sitio. Lo que viene será menos fácil de arreglar. Igual, te alcanzarán un bastón, y dada tu situación, quizá repongas fuerzas en un par o tres de meses…-colegí en voz muy baja, al tiempo que su ojo sano, muy abierto por el terror, reflejaba mi imagen alzando el tronco con las dos manos sobre el objeto a batir.

Siguiendo la pista del que financió la paliza, y probablemente la muerte posterior de Jerry Coleman, llegué a los alrededores del cuchitril que ocupaba la envenenadora de Esther y cómplice de Petrícola. Antes de perder el conocimiento me había dado el chivatazo.
Ella y sus cascos ligeros paraban en un viejo edificio suburbano de tres pisos. Pero mi estado de gracia encontrando una pieza clave del caso llegaba a su fin antes de empezar.
Para su poca fortuna y la mía, se la llevaban en camilla camino a la ambulancia, con medio cuerpo quemado, una mascarilla de oxigeno sobre el rostro en llaga viva, y la crencha de plata bastante achicharrada sobre la sábana que le cubría el cuerpo. 
Las partículas de ceniza continuaban navegando a sus anchas por el barrio, emergiendo con restos de humo desde un ventanal abierto en la segunda planta. 
El nuevo escenario de otro probable crimen.
Los bomberos habían sofocado con rapidez el breve incendio y aguardaban el patrullero de rigor. Pero aún permanecía el vecindario aglomerado, chismorreando que la rescataron sin poder reanimarla, y a juicio de varios quedó medio muerta. 
Dos minutos después desembarcó la policía, visionada desde mi retrovisor, a calle y media de distancia.
Con la probable defunción de la infeliz, se esfumaba su secreto…

Aún no había renunciado hallar a Fay Minor con vida. Desde mi oficina volví a marcar su número durante media hora, sin resultado. 
Allá donde estuviera se habría enterado del crimen de mi ayudante por los periódicos. A menos que fuese cadáver. 
Aquel silencio y la prolongada esfumatura no auguraban nada bueno...

Carruthers me lo confirmó en dos horas. Eso al menos consideré seriamente en un primer momento.
Me había citado en un recodo de la playa de Santa Mónica sobre las dos de la tarde para un reconocimiento. No me dijo cuál, hasta que me enfrentó al cuerpo sin vida de una mulata joven que unos pescadores habían rescatado mar adentro con una red. Me quedé de piedra sin pronunciar palabra. 
En los últimos días aquel policía no hacía más que recolectar cadáveres para exponerlos a mi consideración. Otra vez con causa.

-Hallamos esta tarjeta en el bolsillo del pantalón. Está algo desdibujada por la inmersión de horas, pero es suya.-dijo, enseñándomela con sumo cuidado y finos guantes de cirugía, tras extraerla de una bolsita de polietileno, reciente invento de los ingleses. Detrás, el gordo Barton me observaba desde su cinismo de jabalí.

Preguntó si la conocía y mintiendo dije que no. Pero mi pálpito se había cumplido. Era la hija mulata de Coleman. Una joven angelical que alquiló mis servicios, y desapareció tras el asesinato de mi ayudante. Observé que el Teniente no me quitaba ojo. Estudiaba una reacción que, pese a su vigilia, permanecía bajo absoluto control. Al fin se dignó a hablar.

-No se ahogó. Las marcas rojizas alrededor de su cuello delatan un previo estrangulamiento.

Era el abrupto final de su desaparición. Entonces, me reveló un historial sorprendente.

-Actriz de profesión oficial, la tenemos fichada como prostituta de ocasión. Una hija de Alabama sin suerte en las productoras y los casting. La gente de color no encaja en los primeros planos de un plató, a menos que cante y baile para el público blanco, o el tacaño de Jack Benny en la radio -con ayuda de “Rochester” Anderson- lo autoricen…

Seguí impasible, y subterráneamente expectante. El teniente parecía conmovido ante aquel despojo. Hasta fingió molestias oculares para frotarse los ojos.

-…Yo mismo la detuve más de una vez cerca de esta playa en los últimos tiempos por vender unos gramos de cocaína. Pero era diferente de otras furcias. Esta pobre criatura tenía algo que, para su desgracia, no empujó la suerte: sensibilidad. Tanta, que hasta en cierta ocasión conmovió al juez, hombre liberal y piadoso con la gente de color. Eso la libró de la condena, a cambio de una discreta multa bajo el cargo de consumo. Se llamaba…

Me mantuve imperturbable ante lo que pintaba una historia secreta revelada por la tragedia, aguardando el nombre de Fay Minor. 

-…Dolores Doucette.

Al comienzo me ganó el estupor, hasta que recordé su telefonema dejando su nombre a Estelita en mi ausencia, antes de que lo hiciera mi ayudante. 
Volví a maldecir aquello. De haber permanecido en la oficina quizá hubiera evitado dos muertes. Pero el destino juega muy malas pasadas. La finada fue tan convincente en vida que mi ayudante y yo nos tragamos el sapo como si fuese caviar.
Ahora mismo debía emplear mucha fuerza de voluntad para no sentirme un pelmazo. 
Ya dije que evaluando mujeres fallé en el pasado. Por otras razones más piadosas, volví a las andadas. Era una herencia filial. 
La infeliz Intentó contactar seguramente arrepentida con su impostura de encargo. También en Diego, la pasión por desnudar apariencias resultó más fuerte que desnudarla a ella, y la desenmascaró, tirando de la manta. Eso le costó la vida, aunque era poco probable que Dolores se la hubiese arrebatado. 
El asesinato a sangre fría requiere ciertas cualidades que no asomaban la cresta en la vida y obra de una chica como esa.

Los minutos volaban aquella tarde en Santa Mónica. 
Carruthers precisaba una respuesta lógica ante la incómoda aparición de mi tarjeta profesional, y se la brindé.

-Quizá se la pasó otra clienta del sector. Las prostitutas de cierto nivel recurren a mis servicios. Algunas saben que los famosos de la villa me contratan, y eso las atrae. Otras no, después de lanzar señales de humo. En general, son criaturas inestables y poco consistentes. Las pobres lucen como barriles agujereados por los que se les va la vida, de no abandonar ese campo de concentración del sexo de pago. Tienen miles de problemas. Usted lo sabe tan bien como yo. 
-Desde luego; son las variantes profesionales que siguen a una infancia atroz: chantajes, coacción, brutales palizas, o amenazas de chulos desairados, mujeres casadas que quieren revancha, etcétera. 
Con alarmante frecuencia terminan igual que esta pobre muchacha. Cuando conoces a una las conoces a casi todas. No a ésta en particular…
-Para mi es una desconocida…

Barton vigilaba mis reacciones todo el tiempo y reaccionó ante la negativa.

-No se engañe, Teniente. Conozco a Sinclair y me jugaría el cuello que conocía a esta furcia. Es un timador de los que intentan salirse con la suya. 

Su especialidad, incluyendo palizas a presuntos culpables pobres e indefensos, era entremeter el morro de puerco en un horno encendido.

-Oyéndote, Barton, da la sensación que el complejo de inferioridad con los tíos listos te abruma…-respondí sin llevarle el apunte.

Era de cerebro lento y demoró en reaccionar.

-¡Tal vez andas buscando que te parta la crisma, finolis del carajo!-acabó farfullando el aludido, y su pesada humanidad avanzó en la arena, con relámpagos en la mirada y los puños apretados. 

Pese a mis enormes deseos, no precisé derribar a aquella mole de grasa. El superior le contuvo con un gesto. 
Luego, mientras los camilleros de siempre cargaban camino al forense de La Morgue el cuerpo sin vida de una criatura desdichada con notable vena artística, Carruthers comentó:

-Vea, tengo una mañana movida. Primero fue otra prostituta con un golpe en la nuca, rematada por las llamas del breve incendio en un segundo piso de los suburbios.- dijo, enseñándome un primer plano de una vulgar sonrisa de faz enmarcada por cabellos color plata. 

-Matushka Irinova, nacida en Rusia y exportada a América por su familia a los tres años. La conocían por el apodo de “Goldie”. Un sinónimo de buen cuerpo conjuntando escaso talento. Alcanzó a trabajar en uno de los coros de Busby Berkeley, pero el gran coreógrafo y borrachín terminó cesándola, porque para rubias subidas de tinte le bastaba tirarse a Toby Wing. 
Por cierto, ¿la conoce?
-Entre tanta imitación de Jean Harlow ambulando por la villa prefiero la original.- dije observando la instantánea al pasar.
-Luego, un motorista nuestro en ruta encontró un “Hudson” aparcado en el arcén de cierto recodo frondoso, dirección Venice. Y a su dueño, tipejo bastante averiado, retorciéndose de dolor al pie de un árbol. Casualmente era amiguete de la difunta…

Le escuché imperturbable. Ser locuaz con cualquier policía no favorece la profesión.

-…Todo el mundo le conoce, y descuento que usted también. No porque sea popular, pues varios ciudadanos le han padecido. Se llama Lou Petrícola, y es un matón de poca monta, que entra y sale de chirona una vez al año; peligroso en ocasiones. 
-Soy de los que saben quién es, pero jamás le padecí.
-Lo daba por descontado. Denunció que una pareja de hombre y mujer, que hacían dedo y levantó, le robaron trescientos dólares de la cartera, golpeándolo tan salvajemente que no tuvo tiempo de usar su calibre ´32 en defensa propia.
-¿Usted cree esa versión?
-Se la escuché farfullar desde la cama ortopédica, con medio cuerpo enyesado en el Hospital Central. Y la verdad, no es muy verosímil porque esa paliza de campeonato que detalla el parte médico revela la labor de un profesional. No hablo de otro gangster o un boxeador. Tal vez de un ex combatiente. Yo mismo fui uno, del ´16 al ´18, y por lo que sé de usted, también…Claro que uno de estos cobardes, se merece eso, y más…

Su instinto de sabueso relacionaba vagamente las dos recientes difuntas y el estropicio del gángster con mi actividad, sin otro particular. Equivalía a decirme que en cualquier caso no era tonto, y eso lo sabía de sobra.
Después me ofreció un caliqueño y le dije que había dejado el tabaco desde el funeral de mi mujer.

-Yo en cambio no he podido. De eso ya hace diez años. Pero seguro aceptará que le invite a una copa en la terraza más cercana. Debo comentarle algo. Creo además, que ambos precisamos un trago...

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