Este es el libro favorito de mi mujer. Como mis restantes E book, María Aparecida lo corrigió y puso en página.
La historia de la venganza individual de una masacre colectiva. Lo protagoniza Jean Louis Ferré, "El Gato" para los amigos y camaradas. Un anarquista vengador de los de antes, resuelto a hacer justicia en la Avellaneda de los años treinta, gobernada, como el resto del país de entonces, por tramposos, represores del pueblo llano y la clase obrera. Historia violenta, la he estructurado de forma creativa en materia de narración. Sus capítulos avanzan y retroceden sin dificultar la lectura. El presente es un racconto juvenil del personaje y su gran amor; jovencita secuestrada por "cafishios" y puesta a trabajar en un burdel del Once. Mi invariable labor documental refleja una instancia declinante del anarquismo revolucionario bajo los gobiernos dictatoriales de Uriburu y Justo, en la que mi heroe intenta reciclarse integrando el personal de una fábrica donde que las labores son duras y las pagas cercanas a la esclavitud. Así era la llamada Década Infame en la Argentina de la tercera década del siglo XX.
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EL CALOR DE DOS
INVIERNOS.
La memoria del tiempo: El
primer gran amor
De vez en cuando “El
Gato” se deslizaba por piringündines
de la Isla Maciel. Solitario impenitente, se regalaba un buen jerez o algún
copón de coñac mientras la vida desfilaba bulliciosa a su alrededor. Las
meretrices más bellas del pago se le arrimaban para contarle sus penas. Algunas
lo conmovían hasta el catre, y por lo general junto a ellas, retozaba como un
salvaje potro de las Pampas. Amaba a los pobres y desamparados y le encantaban
las putas. Desde principios de siglo Buenos Aires, y en espacial su casco
céntrico, era un enclave mundial de la prostitución, seguido de la zona
portuaria y la Isla Maciel, junto a las ciudades de la lindante Avellaneda y la
más distante Rosario, capital provincia de Santa Fe. Muchas de estas mujeres
provenían del Este de Europa. Otras de Francia y el interior del país.
“El Gato” las percibía
carne mancillada de su alma y las respetaba como si fueran vestales. Muy
jovencito las frecuentó desde la amistad, la fraterna lujuria y el calor
humano, gracias su mentor, que las adoraba. Eran el resultado de abusos y
desgracias en familias miserables provenientes de la inmigración poco
afortunada -aunque algunas jóvenes ya entrenadas en el oficio tentaran suerte
en América-, o la cruza criolla entre sangres no muy avenidas. Ellas a su vez
lo querían como a un hermano o a un hijo al que se destina la lascivia del
incesto más fogoso.
En ellas recordaba
también a su primer gran amor: Deolinda María Luján. Santafecina y preciosa.
Una chinita huérfana con muy mala suerte.
La conoció en aquél
antro de mala muerte en la zona del Once, huyendo de los cosacos de coronel
Falcón tras un tiroteo al asaltar ellos un conventillo desalojando a los pobres
que lo habitaban. Y lo cautivó no más verla.
Era el mentado quilombo
un refugio protegido por el comisario de la zona a cambio de algunos pesos y la barra libre de los botones con sus pupilas. El ambiente espeso se palpaba ni bien se
trasponía el umbral luminoso. Adentro, mucho humo de cigarros, aromas de sudor
y alcohol barato impregnaban la atmósfera.
Entre el personal había
de todo. Se las podía rentar jóvenes, veteranas y hasta vejestorios, reservados
para algún borracho o ciruja. Éstas
costaban a peso la media hora. El ritmo laboral en esos antros obligaba a
muchos servicios diarios por cabeza. Las más jóvenes envejecían pavorosamente en unos pocos años.
“El Gato” no llegaba a
cumplir los veinte entonces, y se prendó hasta las trancas de aquella morochita
de unos dieciséis, con ojos negros muy grandes y una boca tentadora.
A veces una mirada, la
sonrisa mutua o el roce piel con piel encienden las primeras luces de un
encuentro hondamente procurado, sin saberlo ni tentarlo. Y se juntaron los tres
elementos aquella noche.
Era el pimpollo del
charco y la sacó a bailar. Antes -era inevitable cómo paso previo a lo que
haría después- pactó precio y condiciones con los mafiosos de la barra. Dos
tipos siniestros que andarían por la cincuentena; uno de ellos, luciendo espantoso
ojo de vidrio esmerilado en su centro de iris rojo, era quien llevaba la voz
cantante. El otro era un petiso mal entrazado de negra levita, patillas, bigote
perfilado y gabán corto. El típico rufián de los suburbios.
Deolinda María Luján
costaba cuatro pesos y él llevaba veinte, de manera que pagó un completo de tres
horas por doce, bailando para intimar un poco antes de la cópula.
La modestísima orquesta
la componía un trío de viejos músicos impedidos. Un guitarrista ciego, el
pianista mudo, y el del bandoneón, con una pata de palo mal tallada que apenas tapaba
el viejo pantalón de lona verde. Pero eran buenos en lo suyo y tras musicar un
par de chamamés, arrancaron con una milonga hecha a medida para alguien como “El
Gato”.
Tan flexible era y tan
bien se le acoplaba la Deolinda María, que los demás bailarines ahuecaron el
ala para observarlos volar sobre la pista en los cortes y quebradas.
Luego se encamaron en
los altos durante dos horas largas y llenas de mutuo placer. Fueron tres y monedas, pero emplearon la
primera en conocerse.
Ella no se portó como
una prostituta ni el como un cliente. Aquél encuentro era otra cosa. El de un
amor naciente entre dos jóvenes. Ella. Golpeada por la vida desde temprano. Él
resuelto a enfrentarla en cuerpo y espíritu.
A “El Gato”, formado en
la lectura y los buenos modales, le importaban las emociones de la gente no su
grado de cultura. Con invariable frecuencia las
meretrices lo conmovían desatando su instinto protector. Pero aquella
era diferente. Tras el sórdido oficio vislumbró una sensibilidad especial, casi
única, y quedó prisionero de su hechizo.
Fue mutuo el
encantamiento y creció en el intercambio de cada caricia. Ella estaba como un
queso y él no le hizo faltar de nada. Las mujeres lo despojaban de su dura
coraza de guerrero, y esa chiquilina muy en especial. Ni bien la tuvo en sus
brazos y se enredó en su cuerpo descubrió esa virginidad de alma.
-No hay otra virginidad.-se
dijo.
Deolinda María lo cubrió
de besos, ternura y pasión, como si fuera la primera vez que la montara un
varón. Él, ya veterano, le arrancó una larga serie de orgasmos. Se disfrutaron
tan a fondo esa noche, que la fórmula cóncava y convexa alcanzó casi la
perfección del ballet.
Ahí mismo saltó la
chispa que desbordó el sexo. A veces bastan instantes para que el amor se vuelva
hoguera. En las tres horas fue cálido e inolvidable el fogón compartido, entre
pasión y arrumacos.
Pese a su premisa de
hierro resistiendo emparentarse con futuras viudas y los huérfanos de padre,
resolvió quebrarla.
-Camino solo y me anda
haciendo falta una pierna como vos. ¿Te vendrías conmigo a la pieza? A vivir,
digo.-acotó él, mientras se vestían.
Él la había anoticiado
sobre sus ideales y procederes, con los que ella, una víctima social,
simpatizaba desde las primeras luces. Pero mandaba un inconveniente.
-No puedo. Los de abajo
me compraron y tengo que servir.
Decía la verdad. Las
prostitutas no figuraban en el contrato social. Eran objetos reducidos a una
condición animal. Aunque quizá contara algo más…
-Será que no te gusto…-
le dijo.
Se lo quedó mirando con
la miel en los ojazos negros. Sí que le gustaba, y mucho.
“El Gato” joven era muy
buen mozo. La cierta inocencia de los pocos abriles aún no había dejado surcos en el rostro ni el
cierto deje amargo que acompañaría la reciedumbre de la madurez. Pelo rubio
cenizo, ojos verdes de penetrante brillo felino, una sonrisa de dientes blancos
dispuestos en perfecta hilera y su aire peligroso. Ese metro ochenta y tantos
de altura, delgada y fibrosa, remataba la pinta de molde europeo que gastaba
Jean Louis Ferré.
Ella no dio importancia
al Colt que cargaba la sobaquera, colgada de una silla, con el resto de sus
pilchas y el largo abrigo negro haciendo juego con las botas de punta y media
caña. Sabía que aquel mozo tan limpio, atractivo y viril era un hábil
pistolero, y su traza de salteador romántico de causa social la atrajo más aún.
No andaba muy errada la Deolinda
María. En aquél tiempo ya llevaba atracados seis bancos sin hechos de sangre,
en nombre de la anarquía. En su temprana lista de difuntos cabían, claro está,
algunos malandras, y cosacos perdidosos en duelos o balaceras.
Cubría su quijada
inferior con un pañuelo de seda rojo y negro, aunque su figura era única. La
característica de cualquier gran personalidad radica en la imposibilidad de
perderla de vista entre la multitud.
Los empleados, el
director, los parroquianos y hasta el vigilante de turno en cada atraco quedaban
impresionados por aquel contundente mozo de gran presencia. Igual efecto
causaba entre gendarmes o malandras. Pero
esa conmoción no hizo mella en los amos del burdel; demasiados bastos e
ignorantes quizá, para apreciar refinamientos a la hora de ajustar cuentas.
-Bueno. Les preguntaré a
esos dos cuánto valés.-le dijo al bajar con ella las escaleras.
Deolinda María lo detuvo
un instante, y con un mohín de coquetería, preguntó.
-¿Cuánto crees qué
valgo?
La miró como si leyera
un poema de Bécquer, y dijo.
-No hay con qué
comprarte, prenda.
Ella lo besó en los
labios con pasión. Luego acotó:
-Tené cuidado. Son mala
gente.
-No soy un ángel.-
respondió, palpando la sobaquera bajo el abrigo.
“El Gato” sabía que para
sus macarras tenía precio, y no quería armar jaleo…
-Mil mangos al contado y te la llevás. -le
sonrió con malevolencia el tuerto, apoyando los codos sobre el mostrador de
estaño, mientras el socio relojeaba la
escena con la chaqueta abierta, dejando ver un lustroso Rémington.
-Es mucha plata…
-Poca para tanta concha, pibe. Vale lo que larga la
pendeja. Polvitos que son como pepitas de oro.-aseguró el tuerto.
“El Gato” relampagueó a
los socios de arriba abajo con tal furia en los ojos, que el petiso llevó la
mano al fierro.
-Tranquilo, Pepe, la Deolinda
María los vuelve locos. Con éste no pasa nada. Es un buen muchacho…
El tuerto no tenía ni
idea de quién era “El Gato”. De saberlo otro gallo cantaría. Y por el momento,
todo quedó allí.
-Dijo mil…- repuso “el
buen muchacho” tras despedirse de la Deolinda María, dejando veinte pesos sobre
el mostrador, con la condición que la chica no trabajara el resto de la velada.
-Descuide, mozo, somos
hombres de palabra.- masculló el tuerto con sorna, abriéndole el párpado al
falso ojo de centro rojizo.
-Más vale que sea cierto…-murmuró
“El Gato”, saludando a las damas presentes con un breve toque en el ala del
sombrero mientras abandonaba pisando fuerte el
piringündín.
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En la mañana, muy
temprano, otra sucursal bancaria padeció una nueva expropiación. El salteador
se alzó un buen paco, reservándose dos mil pesos de los diez mil que embolsó,
entregados una hora más tarde en local clandestino de la FORA anarquista. Por
lo general, el expropiador solitario se quedaba con el diez por ciento, para ir
tirando. Igualmente, prometió restituir a la organización lo que había
retenido. Por honestidad más que probada y sus abultadas contribuciones, a “El
Gato” se le respetaba esa independencia, tan alejada de la concepción militante
y el trabajo en equipo.
Era un individualista
absoluto. Temido afuera y respetado adentro.
En la víspera, tras
echar una larga cabezada volvió a pisar el antro. La Deolinda María estaba con
un cliente en los altos, y como condición para negociar la compraventa, exigió
que bajase enseguida, contra el pago de la media hora por cancelar la cópula
con el fulano.
Los malandras aceptaron cuando vieron el fajo de billetes arrollado con
una gomita que el joven rascaba intencionadamente contra su barba de dos días.
No tardó la muchacha en
bajar alborozada, con un ventrudo parroquiano en calzones y a medio vestir,
rodando atrás por las escaleras. Pero aquello sonaba inusual para la clientela
y el personal. Por consiguiente la orquesta canceló la melodía, y en el burdel
se hizo un silencio expectante.
Más que una transacción,
se aguardaba alguna transición. Quizá tres, o más bien dos, pensaron los más
avezados en reyertas, calibrando la pinta del comprador. De aquel misterioso
joven impresionaba sobre todo su mirada, penetrante en ocasiones como el filo
de una navaja.
Y ése era el momento que
la ponía a punto.
No muy perspicaz, el
tuerto desnudó la amarillenta sonrisa sirviendo tres copas de coñá. Una era
invitación de la casa. Pero los socios no bebieron una gota tras el consabido
“¡Salud!”. Tampoco un convidado que derramó el contenido de la suya sobre el
estaño con el dorso de la diestra, mirándolos fijo y sin pestañear. Sin duda los sátrapas habían echado mano de
la botella que dedicaban a “primos” que narcotizaban, para luego esquilmarlos,
pasándolos con frecuencia a mejor vida en complicidad con el comisario, si al
despertar ponían pegas.
-Ando mal de tiempo,
jamás bebo con desconocidos y menos a la hora de negociar. Acá están los mil requeridos.-
señaló en voz muy baja “El Gato”, poniéndolos sobre el mostrador.
El tuerto se metió un
palillo entre los dientes amarillos y lo mascó un par de segundos sin tocar los
billetes.
-Ayer dije mil. Pero hoy es otro día. Habrá que sumarles cien
por la plata que perdemos el fin de semana y novecientos más por quitarnos la
mejor puta del Once.-repuso, deslizando una de las manazas engrasadas bajo el
mostrador, mientras el petiso volvía a tantear la cacha del Rémington con la
diestra.
-En total son dos mil.
Mocito. Lo toma o la deja.-insistió arrogante el tuerto- Es lo que yo llamo un
doblete.
Estaban controlándole el
suspiro para arrancarle el último a balazos, alzándose con el fajo, dedujo “El
Gato”.
Su poder de cálculo
estableció los pocos segundos que mediaban entre la vida y la muerte de tres
piezas en el tablero. Dos, o una. Y debían ser forzosamente ellos, no él.
Los macarras echarían
mano a sus fierros. Él al suyo. Igual que en las cintas mudas de “Bronco Billy”
Anderson. Un duelo del Oeste en el Once porteño.
La mayor velocidad de
reflejos ganaría la partida.
Entonces la Deolinda
María, que seguía cada segundo la escena junando a su galán con mucho amor, y
el ojo atento ante cualquier trapisonda de sus macarras, cogió de improviso la
botella de vino de una mesa, arrojándola contra la testa del tuerto, mientras “El
Gato” pelaba con la rapidez del rayo su Colt apuntando al petiso, quien a su
vez desenfundaba el Rémington. Certero botellazo el de Deolinda María, impactó
la nariz del blanco, aplastándosela, al tiempo que dos simultáneas balas del
Colt se incrustaban en el pecho de uno -desprendiéndole el fierro de entre los
dedos-, y la garganta del atontado por la botella.
Ambos se desplomaron casi al unísono en
sangre, respirando aún las últimas bocanadas de aire mezcladas con vómitos
purulentos.
-¡Hijo… de puta!-
alcanzó a farfullar el secuaz del tuerto antes de diñarla.
-Ya tienen servido el
doblete que buscaban.-señaló “El Gato”, soplando el caño humeante del Colt,
tras escupir sobre el petiso.
De pronto, un inesperado
bramido provino del terceto orquestal. Con un rifle de caño recortado
resbalándole en las manos y el cogote segado por un navajazo, el músico de la
pata de palo que tan bien lo camuflaba entre la madera y la lona, cayó de
bruces, pateando por reflejo el bandoneón.
Una puta vieja y mal
pintada, aunque menos vencida de lo esperado había ajusticiado por la espalda
al socio oculto; el tercero y más taimado.
Ella, de ojos algo
velados por la fatiga, se acercó a “El Gato” y le dijo:
-Era el jefe de los
otros dos, avaro, prestamista y responsable de emputecerme hace años, cuando
era joven y lozana como la piba que te llevás. Este mierda y yo teníamos una
larga cuenta pendiente.- aseguró la mujer con orgullo.
Acostumbrado a aceptar
sin pestañear la verdad de muchas apariencias, el anarquista separó quinientos
pesos y agradecido se los extendió. De no ser por la desdichada veterana sería
el tercer cadáver, no el otro. Mientras, la Deolinda María se aferraba
emocionada de su brazo justiciero.
-Buena puntería tiene mi
prenda. En la esperanza de que nunca practique conmigo me la llevo, no sin que
antes la guitarra y el piano de los maestros nos borden cierto vals de Verdi. -
dijo “El Gato”, metiendo un billete de cien entre las cuerdas de la viola.
-¿Lo conocen, verdad?
-Acá cómo nos ve, somos
profesores de solfeo graduados en el Liceo.- balbució el cieguito-Hemos
acompañado a Carlitos Gardel y La Ñata
Gaucha más de una vez.
Dicho esto “El gato” ciñó
a su moza por el talle y extendiendo la otra mano hacia la suya, más pequeña,
tomó la delantera en los compases del vals, ejecutado con especial suavidad y tacto en el piano y la
viola.
Esa melodía fue la del
organito de su protector. Con ella creció y se hizo adulto pateando las calles.
Y ahora acompasaba el mágico vaivén de su primer gran amor.
Bailaba como un príncipe
en los salones de Versalles y ella, acoplada a él, le emparejaba en figura y
estilo.
El poder y la magia del
amor trasforma a las personas, reflejando lo mejor de sí mismas. También
contagia.
Los parroquianos,
hombres curtidos, guardaban el más estricto silencio, mientras las conmovidas
putas lloraban contritas, moqueando a mares sobre sus pañuelitos de algodón.
En el feliz destino de
la chiquilina de dieciséis primaveras reflejaban ansias que jamás llegarían a
cumplirse. Que por ejemplo, un hombre de verdad, joven, guapo y con un par de
cojones como aquél las arrancase de esa vida miserable, a la que otros varones
menos buenos y honestos las habían condenado. O tal vez que, quién demonios
fuera las amase un poco, lejos del coito vergonzante, realizado entre sudores
rancios y olor a permanganato, con tal de comer caliente bajo un techo. Aunque
después pusieran el cazo de la yerba mate secándose al sol, aguardando otra
noche de pesadilla en la casa de los dolores…
Las putas seguirían
emocionadas hasta las primeras luces del amanecer en honor de aquel rescate
lleno de guapeza, vecino ya al inmediato adiós de los enamorados, luego de
invitar “El Gato” a que los presentes brindasen por ellos.
Y mientras los tres
fiambres se desangraban a chorros; uno contra el estaño del mostrador, el otro
sobre las frías baldosas de la pista bailable y el póstumo en un rincón de la
tarima de los músicos -sin que nadie se tomara el trabajo de avisar a los
aguafiestas de la Policía-, los allí presentes les desearon buenaventura por
primera y última vez.
Con los años varios
recordarían aquel incidente, que abonó la leyenda de un personaje
extraordinario y misterioso, al rescate de una florcilla atrapada en el fango.
-¡¡¡Viva la anarquía!!!-
gritó a viva voz el joven de entonces alzando el puño, antes de subir con su
prenda a una calesa, que no demoró en recibir las luces bautismales del nuevo
día…
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