Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

domingo, 18 de mayo de 2014

"GRETA GARBO. EL DOLOR DE LA ESFINGE" E BOOK AMAZON KINDLE



ANNA CHRISTIE (ANA CRISTINA)

El beso, la última cinta silente estrenada por un gran Estudio, había arrojado beneficios, a pesar de ser uno de los bodrios más sonados en la carrera de la sueca; pero seguir tentando a la suerte era peligroso en épocas de reconversión. De hecho, ella era la única gran estrella del Estudio situada al borde del precipicio sonoro.
Además de intervenir episódicamente en Hollywood Revue of 1929(La variedad de Hollywood) —verdadero catálogo de voces, cánticos y claqués del Estudio en la nueva etapa abierta—, Joan Crawford y Norma Shearer habían superado el riesgo de ocaso mediante sonoras acreditaciones, en Untamed (Sin domar) y el clásico teatral The Trial of Mary Dugan (Proceso a Mary Dugan).
Luego de mucho vacilar y cavilar, Thalberg y Mayer resolvieron que—sin haber consolidado del todo su inglés—, debutase Greta Garbo en el cine parlante interpretando un drama de Eugene O´Neill (1888-1953), encarnando a una joven inmigrante sueca: Anna Chistie (Ana Cristina).
Tras resistirse una vez más, argumentando que, aquella historia —por la que O´Neill recibió el Premio Pulitzer en 1922—ofendía a cualquier sueco, al presentar a sus compatriotas como seres prostibularios y alcohólicos (además de brutos), había acatado tal orden (impresionada al fin por la calidad de O´Neill) poniendo la triple condición de: (A) reasegurar —por si las moscas— su carrera en el exterior, interpretando la versión alemana, destinada a la exportación, dirigida (B) por el belga Jaques Feyder (con quien se entendió en alemán y francés durante la impresión de La mujer divina); y (C) de que el galán Theo Sall, junto a sus amigos, Salka Viertel y Hans Junkermann, asumiesen los roles que Charles Bickford, Marie Dressler y George Marion compondrían en la película oficial.
Aparte de convenirle al Estudio por su implantación en el mercado europeo, las ciertas semejanzas de estilo entre Stiller y el más pausado Feyder proporcionaban a la diva tanta seguridad, como la escolta y los consejos de Salka, buena actriz y mejor guionista en futuros emprendimientos.
Virtual apuntador de base escogido por Metro para que Frances Marion calzara el pié dramático de Garbo en el sonoro, era O´Neill un neoyorquino católico de sangre irlandesa e hijo de actores itinerantes.
Remiso a disciplinarse en una carrera, archivó sus estudios universitarios al romper la ventana del rector con una botella de güisqui, lanzándose a la aventura de conocer mundo, como buscador de oro, actor y director teatral, para luego oficiar de marinero al engancharse en cargueros que recorrían las costas de África y Sudamérica. Durante uno de aquellos viajes permaneció cierto tiempo en Buenos Aires, trabajando en empresas que le despedían y durmiendo en los parques. Aquejado de un principio de tuberculosis, pudo por fin regresar en un carguero a Nueva York, donde fue hospitalizado.
En aquellos días de cura y reposo —cruciales para su definición como autor—, se lanzó a leer y escribir a toda máquina, volcando experiencias dramáticas e imaginarias en formato teatral, con gran vigor y una profundidad que en ocasiones se revelaría pesimista.
Habiendo comenzado en 1913 con “The Web”—estrenada en 1917— tres años después obtendría el Pulitzer con “Más allá del Horizonte”. También de factura teatral, los cuatro actos de “Anna Christie” (historia concebida por él en 1910, bajo influencias de Henrik Ibsen y August Strindbergh, y plasmada una década adelante) había sido estrenada en el “Vanderbilt Theatre” en noviembre de 1921, alcanzando en esta primer ronda, un total de 177 representaciones; cifra récord en una época en la que cualquier éxito aguantaba pocas semanas en cartel.
En aquellas veladas, cubrían los roles principales: Pauline Lord (luego Lynn Fontanne), George Marion y Frank Shannon (el “Dr. Zarkow” de los tres seriales de “Flash Gordon”, rodados entre 1936 y 1940).
La compañía de Thomas Ince, lanzó en 1923 una primera versión de la pieza, empleando a Blanche Sweet, George Marion y William Russell, a las órdenes de John Griffith Way. Los críticos habían llegado a juzgar el montaje neoyorquino como el mejor tratamiento otorgado a un tema de este autor, pronto afirmado como uno de los más grandes dramaturgos del siglo XX, además de considerárselo fundador del moderno teatro norteamericano.
La conveniencia de reiterar la versión cinematográfica de un miserable escenario de puerto, con pescadores borrachos y prostitutas pobres, cuajaba con la nueva época de penuria, precipitada por la quiebra bursátil de Wall Street un fatídico viernes octobriano de 1929; de manera que, la ya mixtificada Garbo, alejada de la sofisticación y el lujo, ponía los pies en un piso enfangado con olor a petróleo y pescado rancio.
La historia de Ana, abandonada a los 16 años en una granja familiar de Minnessota por su padre —marinero sueco borrachín y viudo e irresponsable—, es la de tantas prostitutas. Violada por un primo, cae en la profesión más vieja del mundo, para más tarde buscar al progenitor en una dársena y encontrar cariño en el rudo marinero Matt Burke.
El buen fondo y la pureza que aún guardan sus sentimientos se lo han permitido, pero la honestidad es parte de ellos, y Ana, asimilada al mar y definitivamente conquistada por él, revela su pasado a un Matt que la repudia, yéndose; para al fin regresar, al tiempo que el padre deja la bebida y bendice la pareja. 
En esta buena adaptación de la Marion, encargada a Clarence Brown y filmada en la primavera de 1929 por dos cámaras, con el sonido agregado de Gavin Burns (bajo las órdenes habituales de Douglas Shearer), acompañarán a Garbo el invariable George Marion en el papel de padre, Charles Bickford (1889-1967) en el de Matt, y Marie Dressler (1869-1934) asumiendo el de Marthy Owen, componiendo a la alcohólica y envejecida amante del marino Christópherson.
Ella es, con su arte y carisma, quien magnetiza el foco durante los primeros dieciséis minutos de tácito suspenso, en los que no aparece Garbo. El ajustado tratamiento que da Brown a la tragedia fue superado en su época por la impresión de oír entonces la grave voz de contralto, con la que Greta, maleta en mano y con paso vencido, invade al fin la pantalla desde el reservado “para damas”, de una taberna portuaria, frente a la mesa en la que Dressler, sin perder cierto dignity Couch, y luego de colocarse mezclando gracia y patetismo el bailoteante sombrero, se anega de cerveza.
Minutos antes hemos visto a George Marion leer a los trompicones una carta que ella le dirigió, anunciándole su visita.
 O´Neill había descrito a su heroína en pocas frases:

“Ana es una muchacha alta, rubia, plenamente desarrollada, de veinte años, hermosa como la hija de un vikingo, como un ser hecho con prodigalidad de dones por la naturaleza, pero ahora su salud está quebrantada y ostenta claramente todos los indicios externos de pertenecer a la profesión más vieja del mundo. Su rostro juvenil es ya duro y cínico bajo la capa de maquillaje...”.

Greta tiene en ese momento cinco años más que Ana, aunque su aire taciturno hace que aún parezca mayor. Vestida con falda y chaqueta oscuras, y gorro a tono que acompaña una blusa gris de cuello abierto, su expresión desencantada y el laissez faire con el que ocupa su asiento y pone los brazos en la mesa, acaban de pintar la gama de colores que envuelve su ánimo.

“Dame un güisqui con ginger ale”—pide al camarero—... “y no lo escatimes, simpático”.
“¿Qué, se lo sirvo en un cubo?...”.
 “No estaría mal...”. 

Cuando la toma se interrumpe y Greta, ya en la sala de proyección, puede oír su voz, grave y modulada, se queda de una pieza: es como mirarse por primera vez al espejo. Cualquiera que no haya oído antes la suya reacciona igual; pero Burns, Dressler y el equipo de rodaje la tranquilizan, y la escena seguirá un curso dramático, ante el que Thalberg y los sonidistas no caben de gozo.
La diva suprema de la compañía ha nacido de nuevo, para el cine sonoro y la dieta alimentaria del león de la  Metro.
Dressler, la Marthy que ha superado la crisis de juventud y puede ser una futura proyección de ella misma “en cuarenta años”, nos brinda otra actuación estupenda al manifestarse cauta y solidaria con la actriz y su personaje.
De ahí que Ana se confiese con toda la espontaneidad que autoriza la censura —antes de regir el estricto Código sancionado en 1934—, ante ella y las dos cámaras de William Daniels.

“Mi padre no ha hecho nada por mí en toda su vida. La granja a la que me envió estaba llena de suecos; primos suyos. Uno llegó una noche, cuando estaba sola... ¡Oh, los hombres, cómo les odio! Todos son iguales, primero te usan y después te echan cuando les estorbas”.
    
Las charlas y el trato que otra chica de 14 años recibió en cierta barbería de Estocolmo, hacen que con diez años más y un rol acorde, haga creíble el parlamento.
La definición vista en pantalla, alcanza a un progenitor que Dressler revela conocer. Entonces cae en la cuenta de que “no es portero de un edificio”—como previamente le ha escrito —“sino”— refiere Marthy, ya en plan de confidencias —“capitán de una barcaza carbonera”.
Ana tampoco oficia enfermería en Minnessota, donde se prostituye, y de vez en cuando es encarcelada en comisarías o internada en hospitales públicos, desde donde justamente acaba de salir.
La desafección entre padre e hija parte de él, campechano aparente, y en realidad ser elusivo que al encontrarla finge no advertir en que ha ganado los garbanzos, ni la responsabilidad que por ello le cabe. Es un avestruz con chaquetón marinero, y la hija abandonada no vacila en tratarle con dureza.
Convincente a base de interpretar cientos de veces la misma escena ante el público o la cámara, George Marion aguanta su rudeza, y le pide que permanezca junto a él.
Garbo despliega su arte con una autoridad, que parte, tanto de su capacidad para interpretar dramas, como del soporte brindado por los vividos en el pasado. El ambiente miserable que se observa en aquel barracón portuario, tan conseguido por Cedric Gibbons, y algunas localizaciones en Venice, California, le trae seguras reminiscencias del humilde suburbio de Estocolmo. No es éste en sí mismo el único. Carl Gustavson —otro sueco que navegaba en alcohol— era casi tan huidizo como el marino Christópherson.
¿En la cierta resignación de su madre, no había además trazas, de la tolerante vagabunda de los muelles que encarna Dressler definiendo al viejo amante como “un hombre bueno”?
Respecto de los varones, la cierta semejanza entre las aversiones de Ana y las suyas no dejan de llamarnos la atención, a tenor del poder de convicción que ha insuflado a su criatura.

“Los marineros somos así”— le dice Marion— “Es culpa del mar. Nos vuelve a todos locos. Parece un maleficio...”.
“Siempre le echamos la culpa a algo... pero para mí ha sido duro” —contesta ella.
   
O´Neill atribuye al maleficio marino y la dureza de Ana ciertas cualidades des contaminantes, respecto de una civilización cruel y deshumanizada. Es así que, con el paso del tiempo, la convivencia en la barcaza hace que Ana comprenda a su padre y le cobre afecto. El mar ha ido soldando un vínculo dañado por la vida, haciendo que también llegue desfalleciendo la esperanza, mediante la aparición del rudo marino irlandés Matt Burke, cierta noche de niebla.
Se ha perdido con dos más tras un naufragio, y cuándo ella le alumbra con una lámpara de sebo, el cree “estar soñando con una sirena que ha salido del mar para atormentarle”. Joven y católico se enamora de Ana, qué le corresponde, mientras un padre que, al conocerse a sí mismo descree de los marineros y su fugaz presencia, se enfrenta a él.
O´Neill le responde (sólo en el teatro), a través de Matt.

“¡El mar es la única vida posible para un hombre con agallas y que no le tenga miedo a su propia sombra!. Sólo uno se siente libre en el mar, y entonces vagabundea por el mundo, y ve toda clase de cosas y no le interesa ahorrar dinero o robárselo a los amigos o cualquiera de las feas tretas a que dedicaría su vida uno de esos imbéciles de tierra adentro...!”.

El código navegante rige para Ana, náufraga en tierra firme de las peores tempestades que una joven pueda soportar. Durante un paseo en el parque de diversiones, ella y Matt encuentran a la vieja Marthy, como siempre borracha, aunque también y como siempre no del todo. Ella al fin admite conocerla y la otra disimula mencionando al viejo compinche del muelle, al ver que el hombre que está junto a la hija de aquel canijo lobo de mar es un enamorado.
Una hermosísima escena de Garbo recostado el perfil en la barcaza contra el puente de Brooklyn, con la brisa meciéndole los cabellos, mientras van y vienen embarcaciones dejando sentir las sirenas, nos hace olvidar que se ha rodado en Estudio y con transparencias.
El episodio del parque llevó a que Ana se sienta incapaz de continuar representando el papel de buena chica, con la que Matt quiere casarse, aunque arda en deseos de hacerlo, pese a la oposición de su padre. En el punto retornamos al ritmo teatral de O´Neill:

                               

                Ana

- Si lo hubiera conocido hace cuatro años..., hace dos por lo menos..., habría aprovechado la ocasión al vuelo, te lo digo con franqueza. Y lo haría ahora..., pero es un hombre tan simple..., niño grande..., y no tengo valor para engañarlo. (Se interrumpe repentinamente y mira al padre). Pero no me vuelvas a decir que Matt no me merece. Soy yo quién no lo merezco a él
               Christópherson
-¡Me parece que estás loca, Ana...!

Ana sabe, que si se sincera con Matt lo pierde, y se le hace cuesta arriba vivir sin su amor. Pero el factor desencadenante en el drama es la inevitable pelea entre el padre y el novio. El primero insiste en que un marinero jamás será buen marido. El segundo, contrariado por la resistencia de ella a desposarse e incapaz de imaginar otra causa, sostendrá que “sólo un previo casamiento de Ana impediría el matrimonio”.
Su objeto amoroso se afirma soltera, pero persiste en la negativa así como en la futura convivencia con su padre. Tanto uno como el otro quieren adaptarla a la imagen que de ella tienen, ignorando por una u otra razón, que es una mujer atormentada por su pasado, y que en todo caso es Ana quien debe resolver sus pleitos.
En una secuencia de gran fuerza dramática, Garbo entrega su cuerpo todo al dolor, gritándoles la verdad: el padre es responsable de su extravío y Matt de haberla idealizado. Tan luego, han sido el mar y el amor de él quienes “la han limpiado del pasado y la vergüenza, al permitirle, por primera vez en la vida descubrir el cariño que le había sido negado hasta ayer”.
Seguidamente, los dos marinos escapan; el viejo abochornado, y el joven con el corazón roto. Hombres duros, temerarios y hasta nobles, en momentos decisivos, han sido capaces de cantar loas o luchar contra un mar al que aman y odian, siendo incapaces de afrontar la vida y su complejidad en tierra firme, donde el hombre edifica sociedades que crecen y hacen posible la navegación.
Desolada y confundida, Ana planea irse también para siempre, disponiéndose a hacerlo tal como llegó, con su ropa oscura y la maleta.
Pero aunque borrachos y desesperados, los dos hombres regresarán, uno casi detrás del otro a la cabaña. El padre le anuncia que se ha enrolado en un buque que partirá hacia Sudáfrica. Matt Burke —bamboleándose y con trazas de haberse liado a golpes en cualquier tugurio— manifiesta que hará otro tanto.
Sin embargo, asume también olvidar el pasado de Ana, con la única condición de que acepte jurar sobre la cruz católica que le entregó su madre “que no amó antes a ninguno de los hombres que conoció”.
“¡Cómo iba a amarlos. Pero qué bruto eres!”— contesta, poco antes de cumplir con el ritual que exige su amado.
Matt —alter ego del joven marinero y el dramaturgo Eugene O´Neill— admite que no puede vivir sin ella, aceptando incluso el juramento de una luterana que será su mujer, y en ese instante, él y su futuro suegro, compañeros inminentes de un nuevo viaje sobre las olas, se reconcilian.
El amor y la sinceridad de una mujer extraordinaria (tan arrebatadora como Greta en una de las mejores entregas de su carrera) son la nueva brújula que ha conseguido dar un norte a sus vidas sin horizonte.
La última escena de la obra teatral y el film mismo, rematan la historia con vuelo y fatalismo poético.
Así, mientras Anna y Matt le observan, “el viejo marino contempla la noche  y abismado en sus sombrías cavilaciones, mueve la cabeza y murmura”.
“Niebla. Niebla. ¡Maldito tiempo! Uno no puede ver adonde va. Solo lo sabe ese viejo demonio, el mar...¡Él lo sabe!...”.
 El rol de Ana Cristina, “desarrollada hija de los vikingos con sólo 20 años”, en palabras de Eugene O´Neill, se convirtió en el favorito de Greta Garbo; aunque su versión de la heroína no contase con el pláceme del autor:

“Ella jamás pudo extraer los tesoros de dureza y cinismo. Nunca será esa prostituta de veinte años”.
  
Al dramaturgo, víctima tal vez de su ego de escritor, le había impresionado mucho más la Ana silente de Blanche Sweet. El efecto del cine mudo, meramente óptico le permitía seguramente colocarle “in mente” aquellos parlamentos que la voz de Garbo, nada suave por cierto, singularizaba. 
Difícilmente pudiera ajustarse semejante animal cinematográfico al tenor de cualquier personaje en su versión original. Tampoco las que acometía MGM se lo ponían fácil.
En cualquier caso, su Ana Cristina se aproximó más que otras a las fuentes, sin conseguir desprenderse de un acento teatral que no logró quebrar la escena más desahogada del parque de diversiones.
Aún así, se acredita el filme como un drama clásico en los inicios del cine sonoro, del que Clarence Brown pudo ufanarse.

“Fue una prueba de fuego, pero salimos adelante. Confiábamos uno en el otro. A veces podía quedar insatisfecho de algunas tomas, pero aquella sensación se desvanecía cuando las revisábamos: Garbo multiplicaba en la pantalla el efecto de la escena”.
   
A Marie Dressler le envió Greta un ramo de crisantemos amarillos, como prueba de su admiración.
 La gran actriz, que la visitaba a menudo y se despedía de ella con un “¡Dios proteja a la muchacha trabajadora!”, había acaparado el primer plano de una quinta parte del metraje, destinándole comentarios que halagaban tal condición.

“Trabaja hasta el agotamiento y esa capacidad de trabajo es contagiosa. La verdad es que un actor debe emplear a fondo todos y cada uno de sus instantes bajo el foco, si no quiere que su papel se reduzca a la pobreza ante la gran labor de ella”; aunque luego agregaba otro segmento del puzzle que podía interpretarse de varias maneras: “fuera del trabajo, parece que nunca tenga interés por lo que la rodea, se nota que hasta la aburre”.

La carrera de la inteligente Lila Koerber /Marie Dressler, había despuntado temprano en el vodevil, y siendo ya mayor en el cine, donde junto a Chaplin y Mabel Normand desplegó su arte y sentido de la comicidad como primera figura en Tillie´s Punctured Romance (El romance de Tillie/1914). Tras rodar un par de nuevos cortos poco afortunados con el personaje, regresó al teatro. En 1927 la redescubrió Thalberg gracias a la insistencia de Frances Marion.
Las objeciones, que hallaron eco en Clarence Brown, habían partido de su pasado en la troupe de bufones que comandaba Mack Sennett.
El viejo cine cómico, aquél que sirvió para consolidar la industria del cine en su etapa infantil era considerado una rémora en su adultez. Los prejuicios de Thalberg y Brown tenían una base que la Marion desestimó, por dos razones. La primera, relacionada con el talento de Marie; la segunda, con cierta deuda de gratitud por la entrevista concedida  a una periodista que, con 16 años ya escribía para los periódicos de la cadena Hearst. Dressler, que odiaba al magnate por la campaña anti huelguística que desató en ocasión de un  paro de actores en Broadway —del que hay testimonios gráficos, con Marie portando una gran pancarta junto a sus colegas—, cedió a los ruegos de Frances; en riesgo de perder el empleo.
Cuándo la joven se convirtió luego en una de las mejores guionistas de la MGM [y la industria], vio la ocasión de retribuir el gesto, a una madura actriz cansada de pisar las tablas. Poco después, las incursiones de aquella mujer de ojos brillantes e inteligentes en la adaptación de la tira cómica Bringing Up Father (Vigilando a papá), The Cohens and The Kellys, y luego en la exitosa The Patsy (junto a Marion Davies), dieron una idea de su verdadero potencial ante la cámara.
Tras desempeñar un pequeño papel del que no quedaron rastros, en la extraviada La mujer divina, acreditó amplio registro y desde entonces su imagen en pantalla cobró nuevos ímpetus. En 1931 asomó en el quinto puesto entre los artistas más populares, recibiendo el “Oscar” femenino por Min and Bill (Fruta amarga) en la temporada 1930/31. El siguiente fue nominada, ocupando en el ranking un primer puesto, que conservó las dos temporadas siguientes.
 Ya enferma aunque en activo, aguantó el noveno hasta 1934, poco antes de morir por efecto de un cáncer uterino.
Menos glorioso fue el destino de George Marion. Obligado a repetir más tarde su personaje en la radio (junto a Joan Crawford como Ana), no volvió a tener presencia destacada en ningún otro de los contados filmes en los que intervino, incluido un pulgoso western “B”.
Los siguientes pasos de Charles Bickford, que había triunfado haciendo de proletario bruto y bueno en Dynamite (¡Dinamita!), rodada por Cecil B. DeMille el año anterior, fueron aún más penosos al malquistarse con Mayer, debido a las flojas asignaciones y los préstamos a otras compañías a las que se  lo destinaba entonces.
Marino e ingeniero civil, ingresado al vodevil en 1914, y en Broadway desde 1918, fue acogido en la industria por su buena voz. Primer actor con DeMille y dueño de una próspera gasolinera, Charles se desengañó de sus perspectivas en la MGM, luego de Ana Cristina. Buscando zafarse del cepo que le imponía un largo contrato, había ofertado comprarlo a cambio de 100.000 dólares, rechazados de plano por el inflexible patrón, en medio de una gran violencia verbal, ante la que no aflojó.
Cómo colofón y luego de sufrir un terrible accidente al que sobrevivió, este duro pelirrojo de origen irlandés y buena base dramática, debió completar el asfixiante compromiso, ingresando al poco tiempo en la secreta “lista negra” (subrayada frecuentemente “en rojo”), mediante la que los productores de Hollywood apuntaban a los díscolos y rebeldes de la industria. Su retorno a películas importantes y las tres candidaturas al “Oscar” como actor de carácter, tras el Gólgota impuesto, se produjo recién en la década siguiente, a pesar de las presiones desarrolladas por un hombre vengativo, que había sepultado varias carreras, algunas de ellas con los actores dentro.
 Los críticos reaccionaron loando el trabajo de Garbo en Ana Cristina. Desde el  “New York  Herald Tribune” sostuvo Richard Watts:

“Su voz es la de una contralto profunda, áspera, gutural, que no merma un ápice ese fabuloso atractivo poético que ha hecho de esta distante dama sueca la actriz cinematográfica más sobresaliente del mundo”.
   
En “Picture Play”, Norbert Lusk  exclamaba entusiasmado:

“¡La voz que estremeció al mundo! ¡Es, naturalmente, la de Greta Garbo! Y aunque me maten, soy incapaz de precisar si se trata de una voz de barítono o de bajo. Se la oye por primera vez en “Anna Christie” y produce turbación, sorprende y resulta hasta tal punto personal que no podría pertenecer a nadie mas que ella”.
   
Es de recibo transcribir a Jorge Luís Borges, rememorando años después, el gran instante en que Garbo llega y habla.

“Yo estaba enamorado de ella, como todos en mi época. En “Anna Christie” Greta llegaba de la noche y de la niebla, y entraba en un bar de marineros donde había un largo mostrador. Ella comenzaba a caminar lentamente y todos los hombres del mundo sabíamos que cuando terminara el recorrido íbamos a oír la voz de Greta Garbo por primera vez. Y eso iba a ser como si hablara un dios. El mostrador era larguísimo. Cuando llegó al final, ella dijo, simplemente. “I want a scotch”, y todos temblamos”.
   
Los temblequeantes miembros de la “Academia”, nominaron además de Garbo, a Brown y Daniels, pero ninguno de los tres se llevó la estatuilla.
Con  el film en sus dos versiones (la alemana, estrenada en la ciudad de Colonia, es ocho minutos más larga), la MGM obtuvo igualmente pingues beneficios, y sobrados aplausos en las salas de cine.
Mediante el rol, la estrella alcanzaba la cima de su arte, coronada por una gran voz.
Sin embargo, arreciaban los rumores de un definitivo retorno a Suecia tras la voluntaria cancelación de su contrato. Conociendo a fondo a sus estrellas, Irving Thalberg sabía que el amparo, seguridad económica y reconocimiento universal que Culver City brindaban a la chica de Estocolmo, no lo conseguiría en ninguna parte. Es por eso que, cuando la prensa quiso averiguar que había de cierto en los rumores, él respondió: “La banca de Beverly Hills es muy sólida. Garbo no hará nada...”.
   
El que verdaderamente “no hacía nada” era John Gilbert, fuera o dentro de la pantalla. A instancias de Thalberg (quien a diferencia de Mayer, le apreciaba) se le procuró un papel de recio navegante en Way for a Sailor.
Para su desgracia, el flotador de emparentarle con la rudeza de George Bancroft o Víctor MacLaglen  no canceló el viaje a las profundidades del celuloide.
La letra impresa de “Variety” rescató en cambio su voz:
 “No es nada mala, sencillamente no es adecuada para el personaje de marinero testarudo...”. Tampoco lo era como el paródico “Romeo” de Norma Shearer en la escena coloreada de balcón, desarrollada en Hollywood Revue (La revista de Hollywood)...
En medio de la debacle, matizada en el espíritu de Gilbert por el ascenso de nuevos galanes, al estilo de Gary Cooper, Robert Montgomery o Fredric March, su vida doméstica con Ina Claire era un catálogo de truenos y relámpagos, apenas mitigado por clases de dicción, algún instante romántico y los diez mil dólares que aún cobraba todas las semanas; dinero que, según cómo favorecía su humillación, prolongando un tormento que él derramaba como ácido sobre la Claire, a quien se supo, había intentado estrangular durante uno de sus constantes altercados.
Mientras las acciones públicas (y privadas) del “gran amante” se derrumbaban, las de Garbo llegaban a su primera nominación del año, por su labor en Anna Chistie. De paso, figuraba por primera vez en el listado de estrellas más taquilleras de la nación, ocupando el sexto puesto, detrás de Colleen Moore, Janet Gaynor, William Haines, Clara Bow, y la puntera Joan Crawford, estrella absoluta en tres películas.
En el verano de aquel año, de consolidación sonora para Garbo, la conoció Sergei Eisenstein. El gran cineasta soviético, en gira mundial y proyectos de rodaje con Paramount pronto descartados, apunta una clave importante para medirla.

“Ocurrió durante un período de admiración mutua entre ella y Murnau. Los recuerdo a los dos tendidos en un animado téte a téte en la amplia extensión verde de la mesa de billar de Ludwig Berger. Cuando nos conocimos un poco más, yo la llamaba “Garbel” (Beau-bel, Gar- beau, Gar- bel). A cambio ella me llamaba Eisenbahm. Garbo jamás permitía que nadie entrase al Estudio durante la filmación, ya que actuaba (¡y de qué manera asombrosa!) puramente por inspiración, pues carecía casi por entero de “técnica académica".
Como se sabe, no es posible recurrir al instinto siempre que se quiera. Y entonces el trabajo se convierte en histeria y lágrimas.
Para ella, el trabajo de actriz era una forma muy dura de ganarse la vida...”.












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