Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

jueves, 19 de marzo de 2009

LAS LECCIONES DE LA HISTORIA

Cartel revolucionario soviético en tiempos de Lenin y Trotski

Mis apuntes sobre el trotskismo y la fallida experiencia libertaria que comportaron el Estado soviético y sus sucedáneos no mengua el reconocimiento a un esfuerzo inicial extraordinario, por parte de los campesinos y obreros rusos en la edificación del nuevo Estado; aislado del mercado mundial y amenazado por fuerzas de la reacción interior y exterior.

Tampoco omitiré el reconocimiento al impulso de los revolucionarios bolcheviques; en especial a Lenin, Trotski, Kamenev, Zinoviev, Bukharin y otra larga lista de cuadros duramente reprimidos por el zarismo.

Sin embargo, en la trágica historia del experimento comunista los errores y horrores cuentan más que el valor y la abnegación de sus pioneros.

El brillo inicial del poder soviético fue breve y agitado. La supresión de los partidos independientes se completó con la absorción forzosa de los sindicatos obreros por el Partido Comunista, dueño absoluto del Estado. A partir de allí, creció desmesuradamente la burocracia estatal, imponiendo su ley militar y policial, sobre obreros y campesinos brutalmente explotados en nombre de la "gloriosa patria soviética", cercada por el capitalismo mundial.

Los disidentes fueron reprimidos con dureza, y asesinados a menudo "por contrarevolucionarios".

Tras la muerte de Lenin la represión se extendió al interior del Partido, ejecutada por su Secretario General, Josif Djugasvili (Stalin), previamente designado por el propio patriarca rojo en vida.

El georgiano de ojos crueles y rostro picado de viruela, extendió hasta límites genocidas esta política de gobierno, masacrando a los campesinos ucranianos y a los de otras regiones por millones. Entonces, Trotski ya era un exiliado, con más suerte que Kamenev, Zinoviev y Bukharin y otros viejos bolcheviques, puntualmente masacrados tras juicios en los que fueron obligados a beber sus propias heces, sin que la abyección y la sumisión al nuevo zar soviético les librase de morir.

Este proceso de breve brillo y constantes sombras que degeneran en baños de sangre, o carceles y exilios, se observa en casi todas todas las revoluciones con principios. Las primeras no tardan -como el dios Saturno- en merendarse a los segundos.

Echando mano a mi carácter de investigador, vuelvo a los textos que redacté sobre Perón y su tiempo.

El temple innovador y revolucionario de este líder de masas surgido de los cuarteles dio paso a un tirano prebendario al que terminó por preocupar mucho más su destino que el del país que gobernó durante diez años.

Lo mismo cuenta para Josip Broz (Tito), Mao Ze Dong, Ho Chi Minh o Fidel Castro.

Hubo antes y después varios más. Me refiero a individuos que esgrimieron ideales de equidad social para alcanzar el poder. Unos pelearon duro desde el llano contra enemigos poderosos, a otros les costó menos imponerse. Pero en todos los casos se observa que, una vez instalados en el centro de su universo, empieza la cuenta atrás, marcada por la corrupción, el nepotismo y el despuntar de las peores cualidades.

Éstas ya anidaban en los pliegues de cada ambición; aunque avizorarlas previamente sólo sea posible equilibrando ideas de democracia social, con fórmulas políticas de organización democrática. Sin los tres poderes de Montesquieu y la participación ciudadana, quedan librados a la entraña de los justicieros sociales los gérmenes que conducen a la opresión y el terror de quienes juzgan sus enemigos, viejos y nuevos.

A medida que un ejemplar autoritario se afirma en el podio, la cosecha de opositores u obsecuentes crece por fuerza.
Unos se indignan ante su prepotencia, por ideales o intereses, otros proyectan sobre él su propio yo grandioso patológico. Los necesita a todos y cada uno por partida doble para vivificar desteñidas ideas o estandartes del pasado, que él mismo y su régimen de oprobio fueron enterrando.

Los conspiradores bolcheviques, los guerrilleros comunistas guiados por Tito o Mao, los barbudos de la Sierra Maestra, o incluso aquellos peronistas de los orígenes vieron menguadas sus filas, siendo reemplazados por aquellos más dóciles al poder del líder de turno.

Mis comentarios sobre J. Posadas o Trotski cobran ese matiz diferenciador entre propósitos y consecuciones.

Mi experiencia juvenil registró ese análisis sobre el primero; vigoroso organizador militante de origen humilde entregado a ideas de igualdad social, pervertido en su atroz declive. El que fui realizando sobre trotski y el trotskismo fue posterior, aunque no menos lapidario.

En el fondo, por uno u otro motivo incrustado en la historia familiar de cada joven militante de aquel partido, precisábamos un grupo de pertenencia, entregando lo que creíamos mejor de nosotros.

Dormíamos cuatro horas diarias, íbamos a la fabrica otras ocho o nueve, luego pintábamos paredes o celebrábamos reuniones de célula, y los fines de semana catequizábamos a los obreros en las barriadas fabriles.

Nuestra vida sentimental era exigua, aunque por lo general nuestras parejas militaran también. El sexo apenas contaba, y los placeres del consumo eran francamente pecaminosos. Entre el jamón serrano y la mortadela elegíamos lo segundo. Vivir con lo mínimo, vestir con lo sucinto, eran compatibles con la cotización de parte del salario a la organización.

La obsesión por un mejor mañana era la razón de nuestras vidas. Éso al menos creíamos. Y así fue para los que en cualquier época lucharon por un mundo feliz combatiendo injusticias.

La otra cara de la ilusión fue lo que en cada uno de nosotros había de ambición y autoritarismo, al considerar nuestras razones como algo absoluto y fuera de toda discusión.

Cuándo años después de abandonar aquel enfoque insensato conseguí alumbrar mi yo autoritario, cruel y despiadado, resolví avanzar en el sendero autocrítico sin flaquear un instante.

Otros no lo hicieron y ahí están, con sus estandartes guerreros de antaño, tan viejos y desflecados como sus propias vidas. Resistiendo a brazo partido abordar la democracia para enriquecerla y enriquecerse interiormente; descartando cualquier lección que la Historia imponga a la vida humana.








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