El Hotel Astrid fue para Quilmes lo que el edificio Cavanagh para los porteños.
Un Monte Himalaya de entrecasa, desde cuya terraza -que yo conocí Sala de Fiestas- se dominaba el horizonte de la ciudad, y algo más.
Además de salir todas las mañanas, el diario "El Sol" imitaba al astro rey, aventajándole incluso en los días nublados, de cielo cubierto y tormenta en ristre. La instantánea capta su letrero en este primer plano contrapicado de la calle rivadavia.
Entonces, los pocos automóviles podían aparcar junto a las aceras, y nosotros, sentarnos en los bordes mordiendo el último churro, tras salir del cine Cervantes y sus sesiones de "Continuado" los días miércoles.
La alternativa era cruzar la calle y entrar a "La Vascongada" en la acera de enfrente. Te atendían los concesionarios de la marca, Don Pedro Labiano y su cuñado, el más apagado Julián, sirviéndote leche malteada o una cremosa variedad de yogures.
Entonces, mi familia vivía a pocos pasos de la que comandaba el jocundo Don Pedro.
Mi hermana era muy amiga de sus hijas: Angelita y Lila. La primera, alta y huesuda, era el calco emocional del padre, la segunda, de una madre que adoraba la soledad, mientras las migrañas la adoraban a ella en la penumbra de su pieza.
Recuerdo que la hermana de la señora noviaba con el panadero y su carro de expendio a domicilio; tipo musculoso y jovial, cercano en ánimo al que sería su concuñado. Por suerte para él, la novia era linda y abierta como una flor en primavera.
Secretamente, me gustaba Lila, rubia y taciturna. Cuando jugábamos, como no me atrevía a besarla (era tres años mayor), la estrangulaba un poco. Ella echaba el cuello hacia atrás y cerraba los ojos, creo que extasiada. Entonces, yo, con siete u ocho años me imaginaba Bela Lugosi en "Drácula", cinta atisbada fragmentariamente en alguna parte.
Al mudarme de barrio, les perdí la pista; reencontrada apenas al habitar la familia los altos que la propietaria del 202 de Alberdi edificó, cuándo aún "los gallegos" vivíamos allí.
Después supe que se fueron lejos, creo que a Córdoba. Y que al menos Lilita no se casó. Era obvio que reproducía el lifestyle de la madre (hermana de Julián).
Desde luego, no volví a estrangular mujeres, ni en broma ni en serio, pese a que alguna se lo merecía.
Vuelvo al contrapicado de Rivadavia, para destacar la sobriedad de la arteria en los ´50. Era una calle limpia, de comercios y bancos con fachada impecable. Podías circular por sus veredas a cualquier hora sintiéndote seguro. Lo mismo en las calles aledañas.
La gente humilde comía caliente y vestía con decencia. Ricos no había muchos. En la ciudad de entonces, imperaba la clase media próspera, con sus chalecitos de planta baja y un jardincito. Incluso, los obreros de la Cervecería u otras fábricas(sobre todo textiles) se hacían su chalé.
La sensación que se tenía, es que la prosperidad no era una quimera. El esfuerzo rendía.
Por eso, en el país aquél mandaba el respeto por lo público, y los quilmeños lo reflejaban puntualmente en sus rituales diarios.
En las casas de Alberdi, Moreno, Lavalle o Alsina -entre tantas- las familias salían en los atardeceres descargando los banquitos o las sillas plegables y el termo dispuesto en las veredas, para conversar el mate, con factura o masitas; y de paso sacarle el cuero al prójimo, mientras los pibes, ajenos al dime y el direte, armábamos carpas indígenas en la plazoleta, jugábamos a las figuritas o nos entregábamos a las habilidades del balero.
A la foto captada desde el Astrid en algún calendario impreciso de los ´50, agregamos retazos cotidianos y estilos de vida que, en detalle, pertenecerán siempre a las leyendas barriales de la ciudad mientras de ellas alguien guarde testimonio...
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