Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

miércoles, 15 de julio de 2009

LAS CLAVES DEL GENIO: HAMLET. PRÍNCIPE DE DINAMARCA.

Sensitivo y fino retrato de época perteneciente a William Shakespeare, reinventor de una vieja leyenda islandesa que supo proyectar al Universo.

La leyenda del siglo XII fue inicialmente llevada al pergamino por Saxo el Pragmático. Su protagonista era el Príncipe Hamlet, Amleth o Hamlode, primogénito de Howlendilo rey de Jutlandia, y de Geruta, hija del Rey de Dinamarca.

Ésta traiciona al monarca y marido yaciendo con su cuñado Fango, que al fin le asesina, asumiendo el trono. Hamlet fingirá locura hasta vengar la memoria de su amado padre.

Sin registro de la propiedad ni derechos de autor a la vista, antiguamente circulaban las leyendas y catástrofes con entera libertad, pese a que los escritos que las documentaban existieran en muchos casos. Shakespeare se sirvió en más de una ocasión de anécdotas -verídicas o imaginarias- para redactar sus obras y después representarlas. Cabe no olvidar que era ante todo un intérprete, para el que los escritos de su autoría eran valor agregado, pese a lo célebre que le hicieron en su momento, y mas aún en la posteridad.

Una mirada superficial entre este antecedente de la tragedia de Hamlet y el planteo desarrollado por Shakespeare tres siglos después, no observa diferencias. Empero, ellas existen de modo significativo en el tratamiento de la tragedia y su resolución.

De nuevo nos sitúa el maestro en uno de sus escenarios preferidos: los pleitos de familias encumbradas y la agitada pugna interior de sus miembros por el control del poder. En el fondo, aunque tercien cuestiones que afectan o no la moral, tal es la clave del introito shakepeareano, rebosante de buenas o malas artes, y con escasos héroes a la vista.

Maestro en el uso de metáforas y parábolas aplicadas al comportamiento humano y su ristra de pasiones, -prodigiosamente articuladas en escena-, el Gran Bardo transforma una anécdota criminal e incestuosa, rematada por la venganza, en un drama extraordinario.

Su héroe hereda el legado de vengar la muerte ominosa del monarca a manos del hermano, tras arrebatarle el amor de su mujer, a instancias de su fantasma, resentido morador de las empedradas torres de Elsinor.

El Castillo que sirve de escenario a Hamlet y su entorno empezó a construirse en 1582. Diez años después se consigna que una compañía de actores británicos actuó ante la corte dinamarquesa por cuenta del ayuntamiento. Entre sus intérpretes, figuraba presuntamente Shakespeare, de ahí que reflejase con absoluto detalle la estructura de la fortaleza y los rituales festivos signados por la fanfarria e incesantes salvas de cañonazos.

El autor dota a su versión principesca de un claro instinto reparador, matizado por ciertas dudas que por momentos lo refrenan. La presencia de Ofelia y su padre Polonio, alcahuete real fiel al usurpador (rebautizado Claudio), son creaciones que exceden la previa reseña de Saxo el Pragmático, aunque en ella no falte su muerte tras el cortinado a manos de Hamlet, debida según el más antiguo cronista, a su intención de asesinarlo.

Horacio y Laertes tampoco registran antecedentes. El primero es paradigma de la lealtad, el segundo otra marioneta en manos de un padre entremetido y fisgón que sirve al asesino. A su influencia se debe la frágil naturaleza de Ofelia, su hija menor, amada por Hamlet de manera contradictoria.

La Reina madre, previsible adúltera pre mortuoria e inmediatamente desposada por su cuñado ante la sorda furia del hijo, responde al viejo escrito sin que se acredite al mismo su arrepentimiento final, rematado por el virtual suicidio bebiendo el copón de veneno destinado al hijo, ya en mortal duelo a espada con Laertes, bajo aviesa instigación de Claudio.

La razón de la ira que consume a Laertes, son dos muertes; la de Polonio, seguida por la de su hermana Ofelia, conturbada por una pérdida que agravó doblemente el aparente desamor de Hamlet.

La naturaleza torcida del joven se revela al aceptar el veneno con el que Claudio ofrece untar la punta de su filo. Sin embargo, se endereza ante la muerte que le destina Hamlet hacia el fin del duelo, revelándole a su vez que él también morirá por el efecto emponzoñado de un cobarde rasguño practicado fuera de programa.

El responsable, declara en el último aliento, es el Rey. En el ínterin, Gertrudis se desplomaba ante la pena infinita del Príncipe.

La reacción inmediata del susodicho, a sabiendas que el rasguño envenenado no tardará en hacer efecto en su organismo, precipita el fin del drama ultimando a su enemigo ante la azorada corte en pleno, para morir en brazos de Horacio, el fiel amigo; aquél que inicialmente le anotició sobre el deambular fantasmal del ánima paterna, bien entrada la noche, entre los altos torreones de Elsinor.

Multitud de autores y críticos han supuesto altas cotas de misoginia en Shakespeare a raíz de esta impresionante obra maestra.

Su entrañable afecto por Horacio contrasta con el doble desprecio que profesa a Ofelia -a quien juzga tonta y superficial- y por su madre adúltera, cómplice objetiva (aunque no consciente, por eso al final se inmola), del crimen perpetrado por el desalmado y ambicioso Claudio. A esa misoginia -dudosa a mi juicio- se une un sentimiento incestuoso por la madre. De ello no caben dudas.

Sí semeja brumoso, el causal materno de infidelidad. ¿Por qué razón si el difunto monarca era tan noble y extraordinario como el hijo lo pinta, ella le traicionó yaciendo en brazos de un reptil? A la pregunta responde el autor culpando la frivolidad del temperamento femenino, sin convencernos del hecho.

Pero por encima de cuestiones menores en relación con la potencia del mensaje, el genio del autor nos sitúa en un escenario donde el bien y el mal se enfrentan, mediando sentimientos de venganza por un lado, y perversos, o cobardes y confusos por el otro.

Al primer bando pertenecen Hamlet y su amigo, silencioso testigo de la tragedia. Al segundo el espurio matrimonio Real, el malmetedor (y aventajada víctima), junto a sus hijos, sometidos a un criterio que favorece la injusticia, tapando el crimen cometido en la persona del monarca.

La simulación de la locura es coherente con un plan que al fin y al cabo no desmerece su consecución.

Estoy persuadido del bajo peso específico de las dudas en Hamlet, si se las compara con el espíritu vengador que le guía. Cierto es que vacila cuando, tras la función de cómicos a los que cambió el libreto escenificando el crimen de Claudio (un experto en el uso de pócimas envenenadas) aprovechando la siesta real en el jardín, el culposo asesino parece derrumbarse y atina un rezo de espaldas a él, portador de una daga justiciera.

No desea su enemigo que vaya al cielo tras morir de esa forma. Por lo tanto, retrasa el propósito, ignorando que su tardía consumación causará además tres nuevas defunciones, incluida la suya en el acto final.

No obstante, observo a la criatura más eminente del genio, como a un auténtico ángel exterminador. En el fondo, entrañable en su fidelidad a ciertos valores de bondad y hombría de bien. Hamlet es el más consciente y virtuoso de los personajes, por lo que le toca. Shakespeare nos aclara que, tanto el extinto padre como su hijo son amados por el pueblo, a diferencia del canalla que manchó el trono de sangre.

No hay por cierto una mirada social en la obra. Los términos de justicia e injusticia caben en la ética o sus grados de ausencia de cara a los restantes personajes. Práctica que se extiende a episódicas marionetas como Rosencrantz y Guildersten, mensajeros de la traición mortal para un viajero y táctico avezado, que procederá a eliminarlos durante una presunta navegación a Inglaterra.

No he de insertar en esta leve crónica ningún pasaje vivo de la obra. Lo que sigue faltando a quienes tentamos desarrollar escritos veraces es releerla con minucia e interés, tantas veces cómo sea posible. Hamlet. Príncipe de Dinamarca es una fuente inagotable de ideas y percepciones, sutiles y aún brutales en su realismo descarnado.

Cabrá entonces disfrutarla, sumergiéndonos en cada parlamento, secuencia o acto de lo que el genio nos legó, dispuestos a distinguir en nombre de la belleza y el imperio de la lucidez, los sombríos matices que distinguen la naturaleza humana.







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