Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

lunes, 13 de julio de 2009

EL HAMLET CLÁSICO.

Es por excelencia el que interpretó y dirigió Laurence Olivier tras largas temporadas teatrales, condignas de su estirpe dramática. Aquí, rindiendo homenaje a lo que queda de su fiel bufón, al pie de una fosa que pronto llenará el cadáver de Ofelia.

Fue irresistible visionar de nuevo esta esplendidez.

En una obra de arte, todo, o casi todo está por descubrirse, aunque los anales de la crítica y la memoria hayan refrendado tiempo ha el prodigio. Y abrir los sentidos y la percepción a este Hamlet clásico, rodado en mismo año que Orson Welles cocinaba su soberbio Macbeth con los misérrimos 30.000 dólares que la Republic Pictures restaba a las polvorientas cabalgadas de Roy Rogers o Sunset Carson, ha enriquecido mis incursiones del pasado.

Más medido y centrado que el Hamlet de Zeffirelli, el de Oliver despliega una atmósfera igual de enrarecida, aunque algo más claustrofóbica. Si bien el reparto que acompaña al actor y director se ajusta a la redondez de la obra, es éste quien absorbe los sucesivos fotogramas. En tal sentido cabe apuntar que, comparativamente el Hamlet del italiano pertenece al director más que a los actores, en cambio el de Olivler responde por entero a su genio y figura; en escena y tras la cámara..

Ya he referido mis preferencia por la Ofelia de Jean Simmons y la Gertrude de Glenn Close. Menos sombrío e imponente que el Claudio de Alan Bates, aunque grande en el concierto dramático, el menudo Basil Sydney hace juego con Olivier.
El resto pertenece a la cámara y su puntual registro de sombras [y personajes sombríos] en blanco y negro sobre los interiores de Elsinor, castillo insinuado más que manifiesto, sin que el cartón piedra que le otorgaron al Shakespeare de Welles en el poverty row fuese tan obvio.

En boca y gesto de Olivier cobran vida los potentes textos de Shakespeare, adaptados al metraje con abundosas licencias que, no obstante, lejos están de profanar su mensaje.

Sujetar el lenguaje fílmico aquello que pertenece a la viva escena teatral es doma imposible. De modo que Olivier y sus guionistas procedieron con acierto a la hora de montar el filme, suprimiendo bocadillos y algunos personajes terciarios en beneficio de la acción.

En 1948 el personaje proyectaba los cuarenta años de su intérprete, más maduro y circunspecto -si cabe- que el de Mel Gibson (con treinta y cuatro entonces); movido por una pasión que desbordaba las dudas y vacilaciones que el primero representa.

Sin embargo, la enorme personalidad de Olivier y su inigualable tensión dramática, de la que surgen truenos y rayos en instantes decisivos, desbordan cualquier comparación o lid. Siendo notable la composición del australiano Gibson, la del actor británico es extraordinaria.

Por ello y en tanto que personaje, su Hamlet es y será único en la historia del cine.

Todo, a pesar de que su estreno convocase muchos menos espectadores que la colorida, excelente y bien presupuestada Enrique V, desplegada con singular suceso cuatro años antes y en plena Guerra Mundial, deparando a su primer actor y director el nobiliario título de Sir.
Siete calendarios después, en otro marco histórico menos azaroso que el de una guerra o su posguerra afectando millones de compatriotas, el talento de este enorme artista nos depararía un inigualable Ricardo III.





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