Porque
sigo concibiendo la vida como una batalla por vivirla, me opongo a
quienes obstaculicen mi viaje y el de muchos otros amantes de la
justicia. La paz única y definitiva, lo sabe la Historia, es la que
reina en los cementerios. Sin embargo, y aunque luzca paradójico,
podemos vivir en paz con nosotros mismos. A condición, claro, de
guerrear contra el despojo de cualquier derecho humano al trabajo bien remunerado, la educación pública y la sanidad, protegiendo a los más débiles.
En la España de hoy y la de ayer hubo que luchar siempre por esos
valores conquistados, emparejando en gran medida el grado de
civilización que hizo de Europa el faro social del planeta. El siempre
insuficiente que nos arrebatan los actuales dueños del dinero, y sus
esbirros continentales o locales desde hace más de un quinquenio, largo,
extenuante y empobrecedor.
De ser ejemplo promisorio, hemos pasado a otro, de flagrantes injusticias y especial barbarie.
Desde ese ámbito, pletórico de odio social, quien reclame la paz
convencional, la que pregonan los clérigos y los charlatanes logreros,
que lleve flores a sus deudos. Seguro que muchos de ellos se dejaron la
piel enfrentando a dictadores y sátrapas, o al vampiro que pagaba sus
esfuerzos con monedas y precariedad. El pasado es en todas partes
pródigo en malos recuerdos, sin duda: aunque también cuenta la memoria
de aquellos que sirven como digno ejemplo para no doblar la cerviz, ni
las rodillas, ni nada...
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