Desde
Catalunya y durante los últimos 31 años he visto a mis despolitizados
compatriotas vivir su vida exclusivamente, después de cada votación. La
miseria del franquismo se transformó así, en una calma chicha del
consumo, durante la larguísima transición que llevó a esta monarquía
constitucional, y la alternancia en el poder de dos formaciones
conservadoras. Junto a ellas, otras
regionales explotaron la veta nacionalista, mediante las armas del
lenguaje bajo en contenidos sociales y culturales. Era otra forma
peculiar de mirarse el ombligo desde el territorio y sus símbolos,
soslayando la condición humana de la política desde la participación y
el compromiso activos.
También se erigió esta forma asimétrica de
desarrollo, en una pieza maestra dividiendo fuerzas, para controlar
mejor una sociedad civil adormecida y aborregada.
El coste
verdadero de esa experiencia acrítica asoma con extrema brutalidad en
esta crisis devastadora. Ella devora con gula insaciable los derechos
cedidos, o los conquistados en materia de bienestar social y potección
al más débil.
Lo que se larvó durante tanto tiempo tras la derrota
del ´39 y la pesadilla franquista, vuelve a deflagrar con todas sus
cargas crueles. No somos los únicos en padecer este mal desde territorio
europeo, pasto de guerras e invasiones constantes durante siglos.
A
otros colegas de infortunio también les toca tributar a la Historia
atrocidades e insuficiencias del pasado lejano, o el más reciente.
Sin embargo, no estar solos en la desgracia poco ayuda a superarla. Si
esta Unión Europea es, en verdad, una farsa hegemónica de señores y
vasallos donde mandan el dinero y la explotación, cabrá desmontarla,
planificando otra nueva unidad: la de la equidad social y el pleno
empleo, fundando una nueva mancomunidad de intereses, acorde con el
progreso, la justicia y la democracia.
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