Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

domingo, 31 de enero de 2010

OTRO SHAKESPEARE MEMORABLE.

En la escena, Louis Calhern (César),Greer Garson (Calpurnia) y Marlon Brando (Marco Antonio).

En plena era de refulgentes cinemascopes con banda ancha, rodó Joseph Leo Mankiewicz esta joya en blanco y negro, dotándola de los mejores ténicos y actores de la MGM en aquella época. Las crónicas de 1953 destacaron a Marlon Brando, situando a James Mason (Bruto) un peldaño por debajo, pese a que la crítica neoyorquina le consagrase el mejor actor del drama. Y así me lo pareció a mí esta tarde helada y de nubes negras sobre el Mediterráneo.

En la primera mitad del filme y hasta el asesinato de César a manos de Bruto, Casio y sus cómplices, Mason domina la escena, dotando a su criatura togada de esa mezcla entre idealismo, sentido del deber y la cierta vacilación que impone un ánimo culposo, arrimado a la fatalidad y la autodestrucción.

Junto a él destacan con muchas tablas detrás, Louis Calhern (César) y John Gielgud, el grande del teatro británico interpretando al intrigante y cínico Casio, alma gemela del Yago de Otelo aguijoneando un espíritu débil. Los demás cumplen cabalmente el rol asignado. En especial John Hoyt (Decius Brutus) y Edmund O´Brien (Casca).

La secuencia del asesinato en el senado está resuelta con dramatismo y sentido de la tragedia en movimiento.

El propio Mankiewicz se encargó de seleccionar los cincuenta diálogos más significativos de la pieza original sin lesionar su espíritu.

La segunda parte otorga al entonces joven Marlon Brando -apenas asomado en la primera- la chance de cantar un responso subversivo al pueblo, congregado frente al cadaver yaciente del César. La riqueza de este parlamento original permite al gran emblema del Actor´s Studio y estrella de Hollywood erigirse en el Marco Antonio plasmado por el Bardo, llevando a la multitud el doble mensaje de la dudosa honorabilidad en los conjurados y su abierta condición criminal.

Los causales aparentes del estropicio radican en la conversión de César en emperador, aboliendo de hecho la República y con ella las prerrogativas de sus oligarcas del Senado. Pero Shakespeare no se queda, según su invariable costumbre, en la superficie de las cosas y se lanza a explorar la ambición de los conjurados, sus sentimientos de envidia e inseguridad ante la grandeza del rival y su complot de jauría.

El tratamiento de Marco Antonio -exento de todo otro análisis- se centra en su deseo de venganza. Odia a los asesinos de su jefe y luego de expulsarlos movilizando al pueblo los perseguirá hasta exterminarlos, por la vía militar y el consiguiente suicidio de los dos principales cabecillas del magnicidio: Bruto y Casio.
El rol de las mujeres de César (Greer Garson) y Bruto (Portia, encarnada por Deborah Kerr) pasa por la angustia de presentir a sus maridos envueltos en el destino trágico del Idus de Marzo. Ambas mueren tras el múltiple apuñalamiento, según se aclara en la segunda mitad del filme. La tradición shakespeareana les ha brindado en muchas de sus grandes tragedias la sepultura final.

Qué decir sobre los impresionantes diálogos, llenos de aforismos y reflexiones grandiosas sobre la vida, la muerte, el poder y la gloria que no se haya dicho ya.

A Shakespeare hay que leerlo y meditarlo para descubrir, entre infinitas búsquedas, los íntimos pliegues de su densidad dramática y calado humano. El filme no se queda atrás. Es un regalo en imágenes de buena parte de su texto, seleccionado cuidadosamente por el director; temprano guionista (hermano de otro algo mayor), productor y luego director en Hollywood. Su afición por la psicología, presente en otras obras memorables (Todo sobre Eva, una de ellas) encaja como un guante en el texto clásico del genio de Stratford- upon- Avon.

No descarto que en este traslado a la pantalla haya pesado en Mankiewicz -que era un liberal de izquierdas y jefe del sindicato de guionistas en plena era Mac Carthy-, la necesidad de proyectar la atmósfera turbia de acoso y derribo que destila esta pieza.

Quizá por ello el único Oscar del año aquél se lo llevo la dirección artística. Brando y Mason lo merecían más que William Holden por Infierno 17, buena pieza de Billy Wilder aunque inferior a este insuperable Julio César. Clásico entre los clásicos...

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