Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

martes, 4 de agosto de 2009

LA BESTIA HUMANA: ZOLA Y EL MEJOR RENOIR.

Jean Gabin abducido por el turbio encanto de Simone Simon, bajo la tormenta en ciernes.

En 1938 Jean Renoir acometió el traslado de Emile Zola al cine. Su elección de "La Bestia humana"se completó con un reparto estelar encabezado por Jean Gabin y Simone Simon, recién retornada de un poco afortunado periplo en Hollywood. A ellos sumó el excelente actor de carácter Fernad Ledoux, Julien Carette, con experiencia en el vodevil y dueño de un notable saber estar escénico, y el mismísimo Renoir componiendo a Cabouche, un falso culpable

A diferencia de Pépé Le Moko, este es un filme sombrío, eminentemente realista y carente de todo aliento romántico. Fiel a la época (aunque no exactamente a la que Zola reflejó en su novela), retrata a humildes proletarios del riel. Uno de ellos es Jacques Lantier (Gabin), perseguido por su árbol genealógico, atiborrado de viciosos y alcohólicos, pese a lo cual alterna su labor de maquinista cumplidor con la sobriedad y el rechazo preventivo por un sexo que le torna violento.

El único amigo entrañable de este solitario es Pecqueux (Carette), su camarada de locomotora. Otro de los ferroviarios que comparte la trama es el maduro Roubaud (Ledoux), el jefe de estación, que deambula entre el parque de máquinas y los andenes. Casado con Séverine (Simone Simon) una mujer joven, bella y provocativa.

Cierto incidente entre Roubaud y un personaje influyente al pie de un vagón, hace que solicite a su mujer la visita a cierto "padrino", rico y también influyente, para que frene al ofendido por el jefe de estación.

Aquí se nos revela lo que la cámara y la propia Simon insinuó en un principio: Séverine es una pécora de cuidado. No solo se acuesta de tanto en tanto con el viejo "padrino" recibiendo regalos, también se insinúa que en un pasado reciente lo hizo con otros.

El caso es que Roubaud se anoticia de sus cuernos más recientes y decide vengarse. Tras propinar una paliza a Séverine, ella se presta a secundarle.

El crimen ha de realizarse durante un viaje en tren. Al mismo subirá la víctima (citado por ella), ultimada finalmente en un compartimiento.

La casualidad quiere que en un pasillo vecino Lantier (de franco), esté empeñado en quitarse briznas de carbón de un ojo. Séverine lo advierte y por vez primera dialogan los futuros amantes.

El asesinato del potentado requiere intervención policial. Cuando le preguntan al maquinista si vio a alguien en el pasillo, dirá que no, tras cruzar su mirada con la anhelante Séverine.

El enredo entre ambos está cantado. También la virtual ruptura entre ella y su marido. Ahora se odian abiertamente, aunque permanecerán juntos en el secreto que resguarda la complicidad. Roubaud acuchilló a su víctima, pero Séverine, aparte de instigar el crimen, le secundó.

Lantier lo sabe todo. Mintió ante la policía fascinado por ella, tolerando incluso que el pobre Cabuche, pasajero del tren con antecedentes penales, sea inculpado.

Al comienzo la pasión domina a los amantes. Sin embargo, Séverine desvela una vez más su instinto criminal, reclamando el asesinato del marido, enredado ya en la amargura y el juego, que alimenta además con la abultada billetera robada a su víctima.

Lantier acuerda liquidarle, pero a último momento desiste. Séverine contraataca dejándole. En un baile local vuelven a encontrarse y en apariencia se reitera el entevero. Pero en Lantier puede más el violento instinto ante el sexo, mezclado por sentimientos encontrados hacia Séverine, y la estrangula.

El final respeta la obra de Zola y el destino de Jean Gabin en los metrajes de la época.

Ante el alarmado Pecqueux, noqueado al tratar de impedir el suicidio de su amigo, Lantier se arroja de la locomotora, lanzada a toda marcha.

El tratamiento que da Renoir a cada personaje transmite tensión, pesimismo y una humanidad a flor de piel. Desde Gabin hasta el último figurante son naturales y medidos en la representación de un drama que podemos localizar en cualquier vecindario.

La fotografía de Curt Couran recoge sus matices gestuales, acompañados por diálogos inteligentes, urdidos por Renoir con ayuda de Denise Leblond. Entre medio, los acordes regidos por Joseph Kosma operan reforzando dramáticas secuencias.

La intensidad de las miradas entre Gabin y la tan sugestiva Simon, con su coqueteo gatuno de acento perverso, y la hondura de su galán, eje absoluto del filme, nos depara una de las grandes atmósferas eróticas del cinematógrafo.

El talento de Renoir, cuya filmografía no reconoce fallo alguno, sugiere los dos crímenes sin necesidad de retratarlos. En el primero, los asesinos bajan las persianas del compartimento tras la sorpresa de la inmediata víctima. En el segundo, Lantier acorrala a Séverine entre muebles que se desploman y los gritos de ella, en el piso que comparte con el marido ausente, estrangulándola; tendencia ya revelada en los primeros fotogramas, cuando se revolcaba en la hierba con una complaciente jovencita.

El proceder de los tres personajes centrales es coherente con el pasado. Séverine ha sido vítima de abusos en la infancia, por eso odia a los hombres que la atan o se sirven de ella. Su sensualidad es de fondo helado. En cambio, a Lantier lo atormentan sus periódicas crisis, el miedo a la locura y el cierto odio al sexo; aumentado a punto de crimen por su casquivana amante.

Aquel marido fue un funcionario solterón respetuoso de las ordenanzas ferroviarias que desposó en el crepúsculo a un bombón envenenado.

Muchos críticos señalan esta novela de Zola como el más serio antecedente del género negro y el film noir. Sin ser exactamente lo último, parece imposible que Luchino Visconti no lo haya visonado unas cuantas veces antes de acometer Obsesión, en 1942, y Billi Wilder haya hecho otro tanto al concebir Pacto de sangre, en 1944.

Pero lo que en verdad distingue, tanto a Renoir como a Marcel Carné o Julien Duvivier en el cine francés de los años 30, es el refinamiento y una cultura aplicada a mensajes perdurables. Auténticas obras maestras de legado insoslayable, para el regocijo espiritual y estético que acreditan el siglo XX y la cultura universal.

Por ello, estimo desacertado el otorgar al protagonismo de Simone Simon en La mujer pantera (1944) el papel de su vida.

Su Séverine de seis años antes es un modelo de actuación, además de arquetipo de pécora (con causa), inhallable en los estereotipos hollywoodenses de la época.

No casualmente la industria americana la desaprovechó a fondo; procedimiento calcado con Jean Gabin en dos flojos metrajes; antes que dejase plantada a Marlene Dietrich (la Séverine de verdad sin el manifiesto instinto asesino), y se sumase a los destacamentos de la Francia Libre.

















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