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domingo, 30 de agosto de 2009

HÉROES SIN FAMA: LA DENUNCIA DE LA CORRUPCIÓN POLÍTICA EN 1940.

En la foto superior, los jovencísimos Ángel Magaña y Elisa Galvé. En la inferior, Ángel y el gran José Olarra.

Meses después de rodar "Prisioneros de la tierra", Mario Soffici encaró un tema social de corrupción política por cuenta de Argentina Sono Film, la productora más importante que conoció el cine criollo.
"Héroes sin fama" denuncia este flagelo (tan frecuente en estos días bajo otras fórmulas) en el imaginario pueblo de San Carlos, agitada por el valiente imprentero (Rufino Córdoba). Su vecino de al lado, el honesto boticario y médico (José Olarra) es su amigo de toda la vida. La hija del último (Elisa Galvé) y el del primero (Ángel Magaña) están enamorados desde la niñez.
Sobre el amor de la pareja se cierne empero, la amenaza de la corrupción política cuando el despolitizado boticario acepta el patrocinio de un comité vecinal (presuntamente conservador) para asumir la intendencia.
Bajo alguna influencia de su mujer, la humildad de un alma servicial fue abriendo paso a cierto deseo de prestigio y poder.
Ahí es dónde la amistad del imprentero y el boticario empieza a resquebrajarse, rompiéndose definitivamente cuando los bonetes políticos del Comité encargan destruir la imprenta a sus pistoleros, y uno de ellos asesina al periodista; reemplazado por su hijo en el periódico y su campaña, desnudando chanchullos y un constante fraude electoral empadronando muertos (una realidad de aquellos años infames).
El ex amigo (a su pesar), no encaja las piezas correctamente y sigue en la intendencia; pero a la previsible ruptura entre los dos enamorados se agrega el paulatino repudio del vecindario, que achaca al titular complicidad con el crimen.
En el hijo de la víctima, ayudante del padre, antes absorbido por el libre albedrío de una comarca ideal para los deportes al aire libre y los románticos paseos en barca con su amada, se había operado un drástico cambio de enfoque, simétrico al del boticario, como de inmediato se aprecia.
El último toma conciencia de ser uomo di palla y no un real servidor público, al descubrir por un hecho casual que las obras de pavimentación que había previsto estaban sujetas a un pago de comisiones al Comité.
Resuelto a vengar a su amigo y restablecer su honor, quiebra el vínculo que lo ata a los altos funcionarios que desde la sombra organizan todo, e irrumpe en la guarida de sus secuaces.
A punto de ser asesinado por los pistoleros, llegan el hijo del amigo y su barra juvenil ajustando cuentas con la gavilla de maleantes.
La historia tiene un final más feliz del que conocería la realidad argentina durante el curso de aquel año, crucial para el futuro democrático.
El Presidente Ortiz había reaccionado como el boticario, inspirando a los guionistas (el legendario dúo integrado por Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari) en su tardío y desesperado combate contra el fraude y la corrupción, al intervenir las provincias de Tucumán y Buenos Aires, cancelando el timo eleccionario y movilizando tropas del Ejército en respaldo a sus respectivos decretos.
Pero el mandatario tenía enemigos más poderosos que el personaje de Olarra. A la enemistad de su Vice (el conservador Ramón Castillo) y la inopia del radical Alvear, se sumaban el avance de su diabetes, la hipertensión y una ceguera irreversible que pronto le llevarían a renunciar bajo presiones políticas, y las de una corporación militar de formación prusiana, que ya no controlaba el General Justo (enemigo, por otra parte, de Ortiz y su efectivo corte de manga).
El aliento democratizador y el ansia de justicia y libertad para todos, impregna la esencia de esta reconocida obra maestra, en más de un diálogo.
"Esta imprenta tan chiquita"- le dice Magaña a Galvé en una hermosa escena del filme- "es como una luz en el pueblo. Una luz que no debe apagarse nunca..."-agregando- "Hay cosas alrededor nuestro que son más fuertes que el amor. Y hay que defenderlas."
Actores de origen teatral tan efectivos como Córdoba, y sobre todo José Olarra (un Petrone maduro que deja la marca de su estilo intepretativo en cada pasaje) acompañan a un joven y estupendo Magaña, y a Elisa Galvé, de larga y meritoria actuación en el cine nacional.
Todo lo que yo pueda decir de Mario Soffici se queda corto ante la enorme sensibilidad social que nutre su talento dramático. Quizá sea el director y guionista (actor en ocasiones) más emblemático y parejo de entre los grandes imagineros que conoció la pantalla austral entre 1932 y 1962.
De una tan chiquita y luminosa que, gracias a cintas como ésta, nunca se apagará...


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