Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

domingo, 11 de mayo de 2014

"LA CAPA DEL ZORRO"


Los doce cuentos de "La Capa del Zorro" pertenecen a dos orillas continentales, resumidas por la vida de un hombre, Luciano B. que regenta un videoclub junto a una pareja de inmigrantes, a orillas de un pueblito mediterráneo parecido a Vilassar de Mar, sito en el barcelonés catalán. En los relatos se suscriben experiencias propias y ajenas desde su mirada. Este libro, editado en Kindle Amazon por María Aparecida da Silva y escrita en base a vivencias y fantasías, reúne varios géneros. Cada uno de ellos acredita tres dedicatorias a maestros del cine o la literatura. Elegí para la ocasión el más breve y realista.




LA CAPA DEL ZORRO

SEGUIR MATANDO

“Hay lamentos cargados de sentimiento, y otros teñidos de rencor por lo que no se puede perpetuar.”

Hay almas que pasan por este mundo dejando huellas contradictorias. Todos lo hacemos; aunque convengamos: el acento en la contradicción requiere especiales ejemplos. 
Hasta no hace mucho Isidra F. realizaba las tareas de limpieza en el videoclub. Previamente, las había desarrollado en casa. Pero mi piso, lleno de libros, viejos VHS y nuevos DVD, apilados en estantes que dimanan ácaros, y armarios que acumulan mis trajes, chaquetas, pantalones, zapatos y complementos de los últimos veinte años, requería esmero en la labor. Situado en un tercer nivel, la brisa o los ramalazos del viento mediterraneo filtran partículas de arena y polvo por las hendijas de puertas y ventanas; siendo las artes de Isidra poco eficaces en su expurgación. Cuando un día me sorprendió, planchándome camisas, no pude menos que agradecérselo. 
Ni bien se fue, volvieron a la lavadora, de donde las había sacado antes de actuar el programa. No se las retorné lavadas para una plancha que bajo su pulso no alisaba las prendas. Puedo mencionar otras tareas por las que tampoco ganó una medalla. De intentar explicarlo detalladamente, el relato expondría un catálogo de inconsecuencias.
La razón por la que continuó sirviéndome fue su esmero con los espejos, los cubiertos y los suelos. Nunca pude reflejarme como en aquellas superficies sin mácula, ni comer con tanta pulcritud de enseres. En cuanto a los pisos; les fregaba con una unción extraordinaria, dejándolos tan relucientes, que hasta se podía merendar. No creo que en muchos kilómetros a la redonda hubiera una friega suelos de tal calibre. 
Uno de esos días de mocho empapado en limpiador y secado a fondo, la observé, mirando una y otra vez el reflejo de su imagen en las pulidas baldosas. Antes la había visto sonriéndose ante la superficie plana de mi gran cuchillo de trinchar carne, o al pasar, junto a los pocos espejos de baño y sala de estar que hay en casa. El insistente detalle me reveló la dimensión de un narcisismo que ya insinuaba su higiene personal, las prendas que usaba bajo la bata de labores y el especial cuidado del maquillaje, resaltando la negrura de ojos rígidos y algo extraviados. 
Isidra rondaba los sesenta años; su físico, de peso equilibrado y razonables formas le quitaba bastantes. Con el tirante pelo azabache recogido en moña y faz de apretados rasgos encremados a tope, semejaba a cierta distancia una exótica bruja de cuarenta. El detalle que menguaba tanta conservación era la práctica ausencia de señorío, y lo que es peor de expresividad. El señorío parte de la cultura y un don nato. La pobre carecía de ambos, por lo tanto no desprendía glamour ni sex appeal. Las huellas del atraso y la ausencia de afectos en infancia y juventud le pintaban esa traza inane. Al mover el tronco superior, parecía una esas muñecas a cuerda que conocimos los que somos mayores.
Su infancia no había sido un lecho de rosas. Oriunda de un pueblito murciano, Isidra era la única hembra de entre once vástagos, criados por un matrimonio entregado a las tareas del campo. Cosechaban fruta en una pequeña parcela de tierra y la vendían en los mercadillos comarcales, trabajando de sol a sol. No eran una comunidad feliz o al menos plácida por culpa del jefe de familia; exigente hasta la brutalidad y especialmente machista. Esta imagen del padre autoritario y madre poco significativa, crearía en el ánimo de la pequeña futuros deseos de revancha. Quizá ello explique su mala plancha con las camisas de un varón, pese a la simpatía manifestada. O dejando que el polvo y la arena se adueñasen de su piso.
Cuando el grupo familiar emigró a Cataluña, ya adolescente, Isidra empezó a limpiar casas ajenas. Podía haberse proletarizado en una fábrica, pero el origen rural (al que se agregaban importantes porciones de individualismo y cortedad) la llevó a laborar en lo que sabía. 
Los suyos alquilaban un humilde pisito en el Poble Nou, y entre el vecindario no tardó en arrastrarle el ala un gitano cantor que luego se haría rico y famoso gracias al borriquito y otros fandangos rumberos. Con ese encanto que sólo da la juventud, la paya de piel morena había vuelto loco al ardiente sandunguero. Pero la resistencia a convertirse en leño de su fogata le arrimó el cortejo de un joven catalán, fanático del Barca y conocido picaflor de escasos bienes, resuelto en apariencia a sentar cabeza. Oscilando un tiempo entre los fragores de la etnia y la circunspección aparente de otro ejemplar más manejable, la flor murciana resolvió noviar con el candidato mejor visto en sociedad. 
Quizá los hombres no le atrajeran tanto como dejaba ver, pero eran la garantía de un hogar propio, donde ella llevara la voz cantante. En el punto, Isidra se había identificado con los dones de mando de su agresor.
Cruzada la vicaría con el culé, concibieron dos hijos varones y dos mujeres, pese a constatar en él a un ganapán, lastrado por la pereza, el tabaco y el alcohol. La vida en común había descorchado la espuma de ambos. La de él, transformando la engañosa mansedumbre del pasado en una paulatina autodestrucción, que afectaba la estabilidad de los suyos. La de ella, abriendo de par en par las compuertas del dique a sus aguas torrentosas.
En forma inconsciente, Isidra ejecutaba su larga venganza de género, mientras el marido pasaba del empleo al paro en sucesión inacabable. Servía a los hijos como modelo de lo que no hay que hacer en la vida. Frente a él, las acciones de ella se valorizaban, reafirmando su influencia.
A medida que los hijos crecían bajo su tutela de sargenta vocacional, seguía limpiando y fregando pisos. Ganaba poco, más entre lo que arrancaba al saldo rematado y lo que ella era capaz de ahorrar (sin privarse de cremas, pinturas y algún trapo de mercadillo), fue equilibrando su economía. 
En esos años asumió plenos poderes que jamás subrogó, matizados por alguna paliza del borracho resabiado. Luego, arrepentido lloraba en su regazo. Isidra le disculpaba ante la prole, cuidando que aquello no se repitiera demasiado. 
El tenor de su agenda eran la disciplina y el sacrificio. Las reglas del juego: no escaquearse, y ahorrar; ahorrar sobre todo. Por ello atendía la casa y trabajaba sin descanso, manifestando el vigor del odiado progenitor, sin imitar sus groseros trazos. Era un ejemplo de criterio para sus hijas y despertaba en los varones un cierto Edipo; influencias concretadas luego por ellas con sujetos dóciles, y por ellos en compañía de mujeres dominantes; aunque sin un ápice del temple materno.
En descargo de la buena mujer, debo aclarar que ninguno de los vástagos salió ladrón ni asesino. Tampoco hubo lumbreras, ni personas sensibles a la ciencia, las artes o la sociedad. El hijo y la hija mayor recibieron lo peor del choque matrimonial. El primero, su favorito, heredó su laboriosidad y cierta sumisión ante las mujeres fuertes. La segunda repitió el error materno con otro borracho. Los menores operaron más desahogados; aunque ninguno quebró lanzas con la madre. 
La base cultural del clan era el trabajo, y el objetivo vital la propiedad y el confort, en un marco de unidad inquebrantable, por sobre cualquier diferencia. Es (nos guste o no) poco más de lo que desean la mayoría de mis compatriotas. Por cierto, nadie del pelotón defraudó el contradictorio empeño de la instructora, imitando a los ricos y votando a Felipe González; hijo de un vaquero y líder hecho a sí mismo.
En este campo guardaban cariño por el origen humilde y esforzado, que representaba la ilustre fregona
En cuanto al marido y padre; no era otra cosa que su zángano, ora sumiso o violento, pero en franco declive. Tras los cuatro partos ella le había impuesto un temprano castigo: podía dormir en la cama de matrimonio, a condición de no tocarle un pelo. 
Tampoco quiso que se lo trocaran otros. Tener un amante es algo que jamás se le pasó por la cabeza. El sexo desatado requiere imaginación y desprejuicio, y ella era un cúmulo de prejuicios. Nadie opinó lo contrario. Hay gentes que pasan del sexo; las causas son diversas, los efectos también. Isidra perecía centrase obsesivamente en la familia. Sus cachorros lo eran todo. Al sobrante, le destinaba la merecida mazmorra.
A esta ley de hierro agregó humillantes cláusulas. De continuo acusaba al condenado de haberla engañado, prometiéndole el oro y el moro. A puerta cerrada le echaba en cara la carga de hijos que apenas él podía mantener, reprochándose el haber desdeñando al otro pretendiente, convertido en gloria nacional. 
Algo aligerado como anécdota laudatoria, deslizaba de vez en cuando el comentario ante los hijos. En esta otra versión, Isidra había sacrificado un porvenir de riquezas por amor.
La referencia del rico y célebre gitano, recordada a menudo por la televisión a color, contrastaba con la gris magnitud del desacierto y sus dos versiones.
Convertido en objeto basura por mérito propio y alguna que otra picadura de serpiente, el degradado picaflor catalán envejeció pronto; adquiriendo el formato porcino que conocí. Las esporádicas palizas del comienzo se habían esfumado.
Por entonces ya era un ruinoso ejemplar, sin despertar compasión alguna. Fumador compulsivo, sudoroso, y maloliente, no era grato cruzarse con su nube de humo y su aliento de lobo. Ella bien lo sabía; aunque aplicada a fingir la relación normal de una familia tipo, para la que fue educada, lo ponderaba en público al comentar supuestas habilidades.

“Es un manitas” –apuntaba- “se las compone para arreglarte cualquier desperfecto en la casa”
Era un truco publicitario destinado a captarle benefactores con algún drama casero. Nunca le creí. Y los que lo hicieron pagaron cara la consiguiente catástrofe en las cañerías, los artefactos, la electricidad o alguna pieza poco compleja del mobiliario. A la hora de reparar desperfectos, el “manitas” calcaba el mancomunado proceder de Oliver Hardy y Stan Laurel en los cortos sonoros, sin revelar la menor pizca de su gracia. 
El patetismo a secas tampoco la estimula.
En cambio Isidra, a pesar de sus puntuales incompetencias, despertaba simpatía. Todo aquel que trabaja duro la despierta. En el pueblo conocían su historia. A su vez, ella archivaba la de otros, guardando la mayor discreción. Era una política de Estado grata a su natural cerrazón. Un tanto a favor que supo explotar. Oír y callar arroja los mejores dividendos. Por eso tenía trabajo.
Con las mujeres intimaba más que con los hombres. Era a ellas quien debía su faena y el cierto respeto público. También algún trapillo de marca poco usado. O zapatos pasados de moda que parecían nuevos tras algún arreglillo.
Más de una le guardaba gratitud por prestar asistencia a una madre anciana, o haberla apoyado de alguna forma en malos momentos. Otras se quejaban, por cierto proceder integrador con su familia inscrito en el arte de la picaresca, antes que en el de la amistad.
Según la ley tribal, intimar con Isidra significaba fraternizar con el resto. Traducido en regalos de aniversario o convites, la amiga de turno era agasajada por todos; recibiendo dos presentes: uno de Isidra y el otro en nombre del resto. A cambio, se veía obligada a retribuir las atenciones con hijas, hijos, nueras, yernos y nietos de la caciquesa, debiendo efectuar los consabidos tributos a cada uno; comenzando por ella. 
Gracias a una de estas sufridas amigas, llegó a mis oídos cierto percance premonitorio, vivido por Isidra y su familia con eje en el zángano. 
La partida al completo, salió a pasear cierta madrugada en caravana. El tema era una excursión local. Al regresar de noche, debieron aparcar los vehículos en la montaña. El prócer padecía diarrea, y habiendo emporcado un tapizado que llenó de zozobra a los suyos, clamaba por liberar heces del maltrecho intestino. 
Tras defecar sobre matorrales, junto a unos cubos de basura, descubrió que, con los pantalones bajos y en cuclillas, había extraviado el DNI. Lejos de ser casual, aquél era el punto culminante en su progresiva pérdida de una identidad, ya diluida en materia fecal. Isidra ordenó entonces que “todos auxiliaran a papá en el rescate del carné”.
Ninguno de los automóviles cargaba linternas, de manera que enfocaron sus nuevos vaivenes entre los cubos, y el matorral. Tras escarbar como un topo, el desgraciado se volvió hecho un asco, y cómo si bajo las luces le entregaran un Oscar, agitó con orgullo el documento. 
Empapado en su propio caldo, lo había recuperado. La escena reiteraba, en pantalla gigante y cinemascope nocturno, el rol del grupo familiar desde su formación. Él era el trasto, ella quien mandaba, y el resto hacía de comparsa ayudando a reparar los desaguisados del primero.
Pero el triunfo del espíritu tribal sobre la materia orgánica era una falsa sensación, porque a las dos semanas, luego de beberse un combinado de alcoholes en el bar del pueblo, el desvencijado trasto se desplomó inconsciente. Ella y los hijos lo recogieron pitando. Una somera revisión en las urgencias del hospital determinó su internación. 
Cuarenta y ocho horas después, los médicos comunicaron a Isidra que el paciente tenía un tumor cerebral, muy avanzado e inoperable. En aquel preciso instante, tomó estado público su gran dolor.
Desde entonces, derramó babeantes lágrimas, a toda hora y por doquier, sin que nada ni nadie pudiesen rebajarle el estado de shock.
Los términos que habitualmente destina una esposa al consorte moribundo golpeaban con la fuerza de un martillo las paredes del vecindario. 
“Isidra llora. Isidra sufre como una Magdalena. Pobre Isidra” -murmuraban las gentes. 
La potente acústica de aquel sentimiento, causaba la sensación de que muchas viudas lloraran a la vez. Su voz se había multiplicado en eco, como en las montañas del Tirol. El efecto no era común y corriente. Aquella mujer abnegada que había levantado cuatro hijos soportando el peso muerto de un parásito, venía a ser tan excepcional como Juana De Arco en la hoguera.
El pueblo entero fue conmovido en tal grado por aquello, que algunos se ofrecieron a rezar por el alma del desdichado cuando aún estaba vivo, con tal de procurar alivio a la inminente viuda. Pero nada, ni los calmantes o la solemne misa del nuevo cura leyendo un concomitante salmo bíblico, amainó el desespero. La casita en ruinas, que con sus ahorros de Leona de Damasco había pagado y refaccionado, dejó escuchar día y noche aquella letanía, digna de la más devota esposa. 
Desde luego no fingía; aunque la pieza se arrimase más al esperpento que a una auténtica tragedia griega.
El insensato pater familia tuvo un velatorio equivalente al de reyes o jefes de Estado, adecuada a la modestia. Embutido en jaqué, con pajarita y toques de maquillaje, le habían instalado en un cajón de cedro forrado en seda, cubriéndole el bulto tumoral de la frente con un pañuelo negro. Los pocos que asistieron, comentaron el recogimiento de los hijos y el intenso dolor de la viuda; auxiliada por comadres de la aldea murciana y alguna que otra del pueblo.
Yo tenía la impresión de que ese monumento a la voluntad hacía lo que todos deseaban, para consagrarse como sufridora universal. Y en parte no me equivocaba. Ahora bien: ¿era coquetería social, o tal vez el peso de la culpa el factor que marcaba la intensidad del dolor?
Sin mediar matices, una vez enterrado di el pésame a su viuda, ofreciéndole una caja de kleenex, pues aún lagrimeaba. 
En verdad, el duelo aquél batió la marca de un plañido imposible de romper. Hasta tal punto, que el rumano Mircea y su novia nigeriana quedaron conmovidos.
Era un duelo español a la antigua usanza. La más medieval.
Entonces me vino a la memoria haber sorprendido a Isidra en la cocina de casa, cuando empuñaba el lustroso cuchillo de cocina y se miraba en él como en un espejo. Recuerdo que de repente, creyéndose sola, jugó a clavarlo varias veces en el aire, con cierta saña. 
“¡Así, así se hace, hijoputa!”-repetía, como si escenificara el peor papel, en la mejor escena de “Psicosis”.
Sabía que la pobre no estaba del todo en sus cabales, y en aquel instante le resté importancia. No es la primera vez que uno mismo hace y dice tonterías cuando nadie le observa. Pero a la luz del presente, cambiaba mi interpretación. Mircea insistía en exponerme la suya.
-¡Qué bárbaro, Luciano! ¡Cómo quería al marido la pobre mujer!..¿No?
Mircea y su guineana estaban verdes. Por algo la juventud es la primavera de la vida, y la madurez su otoño. 
Empleando el color de voz más otoñal, respondí.
-Nanai. Tampoco es coquetería social; ni refleja el peso de una culpa.
Llora porqué no lo puede seguir matando…


A la memoria de Luis Buñuel, Roberto Arlt y Tod Browning.

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