Lo bello es noble, digno y eterno si viaja al corazón del hombre

lunes, 5 de noviembre de 2007

LAS PELÍCULAS POR JORNADAS. LA CIUDAD PERDIDA

No hay que considerar a La ciudad perdida (The Lost City) un serial estrictamente representativo. Abundan en el mismo defectos de forma y fondo que no volverían a repetirse con tal intensidad. Aunque tampoco su especial morbidez, y un atractivo que sólo registra, a mi entender Los tambores de Fú Manchú.

La atmósfera malsana de la historia arranca con la expedición de un joven científico (Kane Richmond), en procura del causal que precipitaba tormentas eléctricas que afectaban América (cuando en Hollywood se mencionaba América, querían decir Los EEUU).

El culpable era Zolok, un malvado y ambicioso conspirador oculto en las selvas de África, donde con la forzada ayuda de un científico canijo, padre a su vez de una bella chavala (Claudia Dell), desarrolla sus planes de conquista. Acompañado por algún ayudante y sirvientes nativos, Kane se enzarzaba pronto con el déspota de La ciudad perdida, enclave oculto entre montañas cercanas a la foresta.

Allí Zolok (interpretado por el veterano actor teatral William Boyd; para mas señas alcohólico en fase terminal) practicaba aberraciones genéticas, transformando a nativos en gigantescos mutantes o albinos enanoides, mediante el uso de la electricidad.

En esta fábula racista de pronóstico reservado no faltaba la acción de algunos malandras y otro espíritu torcido de mediana edad (encarnado por el posterior característico George "Gabby" Hayes). Como en la mayoría de estas historietas, la chica quedaba remitida a enamorarse del héroe y gritar como loca ante el menor contratiempo. Tampoco faltaba la cobriza y perversa reina de una tribu, también prendada de Richmond. A Margot Duse, ocasional actriz que parece arrancada de un burdel de Tijuana, correspondió el dudoso honor.

En los episodios no se escatiman recursos ya ensayados en el serial mudo para cerrar cada episodio dejando al héroe y su chica expuestos al foso de leones, las paredes móviles que se van cerrando poco a poco o el estrangulamiento a manos de un enorme negro (Sam Baker), que no hace más que aullar como un gorila y caminar con pasmosa rigidez, obedeciendo las órdenes de Zolok. La influencia de La isla de las almas perdidas (la clásica cinta Paramount de Charles Laughton) es patente en buena parte del serial.

Otros elementos, ya embastados con las novelas de ciencia ficción en boga entonces, agregan pistolas de rayos paralizantes y otros artilugios de sencillo efecto.

Al uso del micrófono impartiendo siniestras instrucciones, se agrega el de invisibles cámaras de TV, captando los movimientos de Kane y sus amigos en la selva o el interior de la fortaleza.

El fin del serial se salda con la destrucción del emporio eléctrico y el fin de Zolok y sus criaturas, mediante un discreto efecto de trucaje.

Producida por Sherman Krellberg e impresa por Harry Revier con muy pocos dólares en tiempo récord, se aprovechaba a tal punto el celuloide que, durante una brevísima secuencia y al sonreír Richmond desnuda un tratamiento dental en su fase primaria, destinado a porcelanear su futura sonrisa. Además, los frecuentes escenarios son los modestísimos interiores que sugieren la fortaleza, algunas cabañas entre los yuyos, y el ataque de fieras, gentilmente cedidas desde algunos documentales mudos, saqueados por el equipo de producción.

Como en todos los seriales de pro, hallamos frecuentes combates; aún imperfectos tanto en escorzos y alternativas como en efectos de sonido.

Para captar lo malsano de la atmósfera bastará con visonar algunos tramos del engendro. La dirección de Revier (1889/1957) lo justifica en gran medida.

Camarógrafo en sus orígenes, trabajó en Estudios de Londres y Roma, retornando luego a los EEUU, donde rodó, entre otros filmes, dos de Tarzán en 1920 (uno con el bombero neoyorquino Gene Pollar; el otro con el actor teatral P. Dempsey Tabler), que pasaron por las pantallas sin pena ni gloria. La previa aparición del gran Elmo Lincoln encarnado al personaje, les ensombreció ante el público, dañando la carrera de Revier.

En La ciudad perdida revela pericia estructurando la acción para una trama de flojo guión. Krellberg tuvo en cuenta sus tarzanes y ganó dinero, pero Revier no volvió al serial, más que para remontar a metraje normal uno de Buck Rogers, en 1940.

La rubia Claudia Dell y Kane Richmond (que ocasionalmente se besan y abrazan dos veces, hecho poco frecuente en el género) continuaron en la brecha.

En La ciudad perdida luce Kane su juventud y apostura, con breeches y botas relucientes que hacen juego con una camisa que se va desgarrando, a medida que avanzan los episodios. Su atractivo favoreció la entrega, sin permitirle saltar a la serie A, más que en ocasionales papeles secundarios.

Más suerte conoció, dentro de la serie B, George Hayes, insertándose, ya desdentado, en destacados westerns de Roy Rogers, Randolph Scott y John Wayne.

Mucha menos le tocó a William Boyd, fallecido poco antes de estrenarse el filme en los cines. Quizá la muerte de Zolok, dando tumbos, más alcohólicos que agónicos en su fortaleza, anticipasen la fatal realización de ambas sensaciones.

Film maudit, al que la comunidad negra y los movimientos de protesta enterraron hasta hoy, anticipa las fórmulas gore que Romero y otros ensayaron mucho después.




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